Me propuse al principio de la crisis de nuestras vidas no hacer ruido. Sé lo que sé. Ayudo quedándome en casa y trabajando duro, dando respuestas positivas en lo que conozco aunque ahora, como todos, las busque para problemas que ni por asomo vislumbré que debería afrontar. Quiero sumar, no restar. Pero no puedo callar ante una administración equivocada, si es ella la que resta. Porque entonces no podemos sumar, aunque queramos.

El gobierno aprobó medidas para frenar el contagio y contener el desplome económico. Sabemos que ni una cosa ni otra puede lograrse mañana: ambas son un hecho hoy. Las ha reforzado, paralizando toda actividad económica no esencial que implique desplazamiento físico. Podría criticarlas, porque a todo se le puede sacar punta, pero no lo hago, por lo del ruido. Sé que nadie quería esto. Con las herramientas que tenemos, no con las que querríamos, estoy entre la legión de profesionales libres que vemos cada día cómo todo se va al garete y taponamos la fuga, exprimiendo las posibilidades que ofrece la ley, la de antes y la de ahora, para conseguir un objetivo doble: salvar empresas y mantener el empleo. No hablo de mi negocio. Hablo de mi país.

Los ERTES, y las demás medidas económicas, imponen una agilidad inédita para nuestro sistema. No nos caracterizamos en España por operar, ni en lo público ni en lo privado, combinando bien rigor y rapidez. Pero ahora es absolutamente imprescindible. Hemos tenido que cambiar en cuestión no de días sino de horas. Por eso no disculpo que una administración encorsetada no esté a la altura de los ciudadanos a que sirve. No me refiero a los funcionarios que hacen lo que pueden, desbordados ante la avalancha, y alabo la ejemplaridad social en la mayoría de los servidores públicos, sino a esa maquinaria pesada de la que ahora precisamos rapidez y empatía, y siempre rigor, pero ofrece triquiñuelas. Ampliaciones de plazos improrrogables, requerimientos de documentación o datos innecesarios (por ya aportados, porque la propia administración los tiene, o porque no son exigibles), para ganar indebidamente uno o dos días para resolver lo que la realidad ya ha resuelto: el covid-19 se lo ha llevado casi todo por delante. No es admisible exigir a las empresas y a los trabajadores responsabilidad y rapidez excepcionales para implementar decisiones cruciales y, por otro lado, institucionalizar la cicatería y la ley del embudo: estirar la norma para no cumplirla. Groseramente. Control riguroso, sí; trampas al solitario, no. Porque además es de tontos.

A quien lea esto y pueda decidir: hemos asumido un pacto. Obedecemos y cumplimos las reglas, aunque sean imperfectas, para mantener esto en pie lo máximo posible. Cumplid vosotros también. Ni un ardid fullero. Ni un truco trilero más. No hay tiempo. Nuestro heroísmo es quedarnos en casa. El vuestro, cumplir la ley que nos habéis dado.

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