El líder de la oposición, Feijóo, que ganó las elecciones a Sánchez, pero, como es sabido, no gobierna, ha confesado que ésta es la peor generación de políticos en los últimos 40 años. La periodista le preguntó si eso le incluía a él y a su grupo, el Partido Popular, y dijo que sí. Ha sido un ejercicio de reconocimiento de la realidad que no resulta demasiado habitual y seguramente no es demasiado provechoso para el declarante. El reconocimiento de la realidad lo conecta con la percepción bastante extendida de que estos que están ahora son más malos que pegarle a un padre con un calcetín sudado, pero, al mismo tiempo, desciende por la peligrosa pendiente del todos son iguales que, a la postre, abona la decisión visceral, la opción radical y la aparición de los salvapatrias. Sugiere que triunfe un mecanismo de defensa poco útil: toda vez que merecen que los mandemos al carajo, hagámoslo; mandémoslos al carajo, aunque eso implique que nosotros nos vayamos también con ellos.

Sánchez, que perdió las elecciones contra todos, pero, como es sabido, gobierna, en el entendido de que gobernar es corto sinónimo de ocupar la presidencia del gobierno, no tiene la más mínima intención de reconocer error alguno en su proceder, en su decir, en su desdecir, o en su lo que sea que tenga que hacer para seguir en el machito. Es más, de hecho, muy frecuentemente nos aburre (o nos abruma, según afectos) con declaraciones, más o menos solemnes, de ser los mejores en esto o lo otro, de haber conseguido el hito tal o cual, de haber inventado la rueda o la pólvora, o ambas, todo gracias a él, por supuesto, y a beneficio de inventario por su parte.

Sánchez es en sí mismo un catalizador del monumental cabreo ciudadano con la creciente acción política de tomarnos por verdaderos gilipollas. Es verdad que, aunque me sorprende sobremanera, Sánchez tiene un importantísimo apoyo que, como tal apoyo, es sincero, de votantes bienintencionados que lo ven como un paladín en la contención de una extrema derecha inconveniente y una derecha incómoda, y toleran que engañe, pacte y nos venda con tal de que esa derecha, en realidad cualquier derecha, no pase.

Puente, ministro de Sánchez, está a cargo del asunto de Transportes, pero ese cometido palidece frente a la ocupación que más cumple y mejor se le da. Puente es ariete mordaz del sanchismo y, claro, eso hiere. Como hiere, el ministro Puente, empírico, ha puesto a sus asesores a compilar los insultos que recibe por razón de su ministerio. Han salido un chorro y es probable que se haya quedado corto por falta de tiempo, que no de merecimiento, como si, sin ser edificante, no tuviera que soportarlos. Por cierto, nadie cuenta cuánto se nos insulta a nosotros.

Tres detalles para tres elecciones que vienen seguidas. Un campo abonado para aumentar la frustración. Casi no tengo esperanza de que algo cambie, pero, por mucha caca que haya, ninguna mierda se va sin agua. Por aclarar.

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