Ha caído. Algún chascarrillo de esos que se mandan por redes que decía que con tres Semanas Santas así al año, cero sequías. La cosa es que ha caído agua. Y falta hacía. Mi amigo Marcos, que escribe –muy bien– en la competencia, sentenciaba, con razón, que, por muchas quejas, comprensibles por las ganas de sacar los pasos y hacer las estaciones de penitencia, el mayor milagro que hemos tenido estos días es que se acorte un poquito la penitencia que arrastramos de estar sin agua. Y ha caído. Agua.

Mi suegro dice además que ha caído bien. Abundante y constante, pero sin hacer daño. Sabe que el campo la ha agradecido. La tierra, que estaba seca sequísima, la ha tomado hacia dentro y a su ritmo, bebiéndola y rociándola luego. El agua para la tierra no es bebida realmente, es alimento. Me lo creo.

Mi buen amigo Antonio, siempre dispuesto, siempre atento a cualquier quite, me enseñaba ayer las correntías de agua del norte y me dejaba claro que los veneros se han levantado y que ya era hora. Se han levantado los veneros. Suena hasta bien. Eso significa que estaban al límite, algunos ya habrían olvidado que debían nutrir de agua por abajo a la que vemos por arriba. Si se han levantado, digo yo, es porque de nuevo están a lo que deben estar y la podremos ver por fuera. Antonio estaba contento. Los veneros se levantan. Yo también.

Me gustaría haber ido a ver el río. No lo he hecho aún. He visto las fotos en este periódico y otras imágenes de algunos amigos y conocidos. Pero ir, no he ido. La semana la tengo regulera y no sé si sacaré tiempo para dar un paseo, igual alguno furtivo, para acercarme al Puente Romano y comprobar si es cierto que se le amenazan los ojos. Debo decir que cuando he visto las fotos lo he notado más alto, pero no como para cerrarle los ojos. Desde luego ya no es el raquítico caudal que el pobre mío ha soportado de un tiempo hasta ahora. Se le ve fuertote y con ganas. Si eso lo veo nada más que en la foto fría, cuando lo pasee me lo va a contar con chulería de la buena.

En casa de mi madre abrí el grifo para echarme un vaso. Sale fuerte. Sé que con el mismo ritmo de siempre, porque tiene más que ver con el arreglo de las tuberías que con que llueva, pero la mente asocia y con tal de que haya, y haya de sobra (que aún no, pero mejor que ayer), es un dato más que mi cabeza sonríe.

Con todo hay algunas perversiones. Mi poncho rojo, cantoso, de plástico arrugado y publicidad barata de un ferry de no sé dónde para comprar en el súper, dando vergüenza ajena, y el descubrimiento inquietante de que el cable coaxial de la antena de la tele puede llenarse de agua y eso le llega al aparato y está a un tris de morirse ahogada por dentro.

El agua nos hacía tanta falta como poner todas nuestras tonterías en fila para que se las lleve la correntía. Agua bendita. Ya, si resucitamos, que también toca, para nota.

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