Creo que lo he dicho alguna vez. Esta columna se llama El Habitante, como se ve escrito ahí arriba, pero es por acortar y para que quepa en el módulo de los títulos del periódico. En realidad, el espíritu de su nombre es un poco más largo y mejor ubicado: originalmente fue El Habitante de Roma y en mi cabeza y en las redes y en las calles, donde si se quiere, ya se sabe, nos leemos, sigue siéndolo. Lo mejor de todo es que no es solo un estado de ánimo, sino una realidad al menos parcial. De vez en cuando, verdaderamente lo soy. Porque estoy.

Tiene todo el arte del mundo terminar de trabajar, a una hora medio decente por cierto (¡bendito horario europeo!), y hacer el camino de vuelta a donde sea que te refugies para el descanso tras la jornada pasando por trozos de historia viva, patrimonio deslumbrante, monumentos grandiosos. Las calles de Roma son píldoras sanadoras de belleza. Casi cualquier rincón te espera con una iglesia asombrosa, no hace falta que sea de las más conocidas, que por supuesto lo son, o te lleva a cualquier momento de la historia de la Roma clásica, siendo tú parte de un peplum propio, o te invita a pararte un segundo para un ristretto, intenso y fugaz. Roma es así, belleza asombrosa y clásica de una intensidad espectacular que, aunque se mantenga por tiempo y dure, siempre es fugaz, porque nunca es bastante.

Dije descanso, pero mentí. No es descanso, que también llega, pero más tarde. Es poder quitarte el uniforme de normal, calzarte unas zapatillas, informal de cuerpo, y salir a patearla. Igual sin rumbo. No se me escapa que tiene un punto ruidoso, caótico, sucio por momentos, pero la cantidad de preciosismo derrochado es tan enorme que probablemente es la única ciudad del mundo donde todo eso, que a veces pasa, lo ves, pero nunca lo miras. Roma es mi capital. Sin duda alguna.

El patrimonio romano de mi cabeza no pivota solo sobre las basílicas, las columnatas, los vestigios imperiales, los aromas, los sonidos, las calzadas, el arte, la atmósfera y la misma vida que transmite. Por fortuna, mi patrimonio romano es más singular y ya está personalizado. Es el de Luca, con su arrojada solvencia, y Emanuele, de paciente y sabia escucha. Es el señorío total de Giancarlo y la finura inteligente de Angela, la delicadeza de Illaria y la sabiduría de Pietro, la contundencia de Chiara y el empuje del otro Giancarlo y Roberto y todos. Es la amatriciana, carbonara y caccio e pepe de Toni porque, tal cual, “lo penso io”. Es la amabilidad de Yanice, con su poquito de Barranquilla cerquita de Navona. Es Valentino, siempre atento, Sandrino, siempre al tanto, y Sergio, siempre romanista. Es Fausto, veloz como un “fulmine” siciliano, al paso de una conversación en Via del Corso. Es todo lo demás, además de todo.

Y, sí, con la que está cayendo ahí fuera, para volverla redonda, es tener la suerte de empezar sus días contigo y acabarlos igual. ¿De dónde, si no, voy a ser?

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