Trabajaba entonces en un ayuntamiento pequeño, pero vivía en la capital. Como el domingo siguiente se iban a celebrar elecciones generales, yo me quedaría ese jueves en la ciudad para mantener algunas reuniones de las de último minuto en Delegación y Subdelegación y, además, pensaba aprovechar para darle una vuelta a algunas subvenciones atrancadas. Normalidad, con cierta inquietud, normal también, previa a unas generales.

Con el segundo café de pie veía sin interés las noticias de la mañana, a punto de salir. Todo cambió. Primeras aproximaciones dubitativas de una explosión. Corte de publicidad fugaz, para ordenarse algo, supongo, y caras de espanto en los presentadores a la vuelta. La información inicial empeoró: en cuatro minutos se habían producido más explosiones, casi simultáneas, en diversos trenes de cercanías entrando en estaciones de Madrid. No era un accidente, era un atentado. Cogí las llaves del coche porque ya no me quedaba en la ciudad. No sé si pensé en ese momento que el atentado alteraría la agenda de trabajo electoral o fue automática la decisión, pero el hecho es que mandé algunos SMS disculpándome en las reuniones que tenía previstas y me marché al ayuntamiento.

El trayecto, de una hora más o menos, fue con la radio. Yo escuchaba la SER. Gabilondo. Nadie hizo entonces una asociación distinta a la que yo hacía. Atentado en España significaba ETA. Sabía que estábamos en una guerra, a la que me oponía como casi todos, y que estábamos amenazados por Bin Laden, pero, si se me pasó por la cabeza un segundo que fueran ellos, lo descarté. El ministro del Interior señaló a ETA, el presidente también. Era una confirmación evidente. No dudé. Les creí. Era ETA. Pero no fue ETA.

Cuando Otegi se desmarcó de los atentados, pensé que era raro. No dijo “mirad lo que ha hecho ETA, yo no estoy de acuerdo”; dijo “no ha sido ETA”. Empezó un runrún que no se correspondía del todo con la intensidad de las afirmaciones del gobierno. Fuentes policiales solventes apuntaban al yihadismo. En las horas siguientes, y el viernes y el sábado, se convirtió en atronador. La noche del jueves yo ya no creía al gobierno. Nunca entendí por qué se atrincheró con ETA. Comprendo el cálculo electoral que hicieron, pero no el error de hacerlo.

Aznar no seguiría. Rajoy era el candidato del PP y no me llegaba. Zapatero era nuevo y fresco, pero no sabía si lo conseguiría. Mi voto estaba claro antes del 11M y sería para el PSOE. Tras los atentados, por la mentira, deseé que muchos más lo hicieran. Los atentados no alteraron el voto, pero sí la voluntad de votar. La participación sumó esos días más de dos millones entre los posibles abstencionistas y, de ellos, dos de cada tres votaron contra aquel PP por mentir. Nadie sumó a 192 muertos ni a todos los 1.857 heridos.

Aprendí (Alfredo Pérez Rubalcaba, ¡cuánto te echo de menos!) que los españoles merecen un gobierno que no les mienta. Lo sigo creyendo hoy. Y lamento que retumbe tanto.

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