Más allá del tiempo de descanso en estos días; más allá del deleite que para muchos traiga la explosión de una forma de religiosidad y cultura que año tras año también a tantos confunde con el derroche patrimonial y enjoyado para mostrar adoración y veneración en la calle; más allá también de que la lluvia, tan necesaria pero circunstancial, pueda inundar de lágrimas las salidas procesionales que se frustren esta semana, y más allá incluso de que la Semana Santa no embargue de devoción o emociones ni por igual ni a todo el mundo, el acontecimiento de fondo debería estremecer.

Jesús es la figura histórica más importante de Occidente. Quizás no en el momento de su vida. Es posible que su proyección tenga más que ver con el despliegue romano, entonces universal, que de su semblanza y mensaje hizo Pablo, antes implacable Saulo de Tarso. Cabrán mil discusiones de fiabilidad, pero pocas negaciones del impacto. Aun sin entrar en el fondo espiritual de su mensaje, pocos negarán con argumentos fiables la historicidad de Jesús, la condición extraordinaria de su proceso, condena y pasión, verdadera infamia para el elaborado derecho romano, y su muerte. Tras ella, podrá ponerse en cuestión, porque es materia de fe, ya sí de fondo espiritual, su resurrección, que justifica la estructura vital del cristianismo, pero tampoco muchos podrán dudar de su pervivencia. Es posible cuestionar que Jesús efectivamente no venciese a la muerte, pero es imposible negar que millones de personas en el mundo, más de dos milenios después de su presencia física aquí, no crean que Jesús vive ahora. Ese valor intangible, de una poderosísima fuerza acreditada en el tiempo, es único y exclusivo de Jesús. Ninguna otra referencia lo atesora.

Toda la conmemoración de esta semana, con independencia de cómo se haga –con costaleros, nazarenos y bandas, como nosotros; con sobrio recogimiento y contemplación, otros; mezclando ambas, libres–, reproduce una sucesión de momentos cortos en el tiempo, pero intensísimos en el fondo. Un maestro de vida, al menos para sus discípulos, con una presencia molesta por sus formas y acciones, es traicionado por los suyos, apresado por los ajenos, sometido a una farsa procesal, torturado con saña y muerto bajo la apariencia de ajusticiado. Que su muerte no fue el fin se comprobó al paso: los que vieron cómo vivió, sufrió y murió y creyeron se contaron cortamente y solo fue el principio; quienes, sin verlo, creyeron, han ido cambiando el mundo en su nombre. El Jesús histórico plantea dos discusiones y una elección: la discusión es si fue un hombre bueno o uno excepcional injustamente tratado; la elección es si en verdad fue el Hijo de Dios vivo que se entregó por la humanidad entera en todo tiempo. En todo caso, la iniquidad, la maldad, el interés egoísta están ausentes y ese patrimonio es también suyo en exclusiva.

Que yo crea que Jesús vive solo me incumbe a mí. Lo que además sé es que Jesús sirve. Miradlo.

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