Todos hemos revisitado esta semana el acontecimiento fatal que, sin duda, cambió el curso de nuestra historia contemporánea, esa que Juliá denominó "de los últimos días". Es muy complicado pretender aportar una visión nueva, un punto de vista original sobre el 11-S o sobre sus consecuencias. Muchas páginas se llenan con análisis de la cuestión y, aunque abundan también los sesgados, la información y la opinión es tan abundante que cada cual se habrá formado su criterio. Yo tengo una opinión muy primaria, muy básica, basada en la pertenencia y, creo, en el sentido común. El 11-S atacó de manera brutal la forma de vida occidental, con la que me identifico. Antes, el terrorismo islamista radical había dado serias señales, pero, reconozcámoslo, para el común de los mortales en nuestro mundo, Europa-América, habían pasado casi desapercibidas, aunque los atentados previos fueran importantes y las bajas muchas. Las democracias occidentales conocían y se alertaban por la amenaza, pero cuando percibimos su realidad mortífera fue a partir de entonces. Mi criterio es que nos atacaron los malos. Y, sí, creo sin empacho ni vergüenza alguna, que nosotros éramos los buenos y aún lo somos.

La gente que murió en el WTC aquel día no tenía la menor responsabilidad en cualquier acción o decisión política que convirtiera a los Estados Unidos en el Gran Satán. Y no lo es. El aprovechamiento estúpido de cualquier intelectual de pacotilla de los errores de Estados Unidos, de sus malas decisiones, o de sus malas artes de la guerra, llegado el caso, para analizar el suceso, tiene en su base un presupuesto inconfesable: la justificación del atentado. Cada vez que una tesis revisionista se acerca al 11-S y, con mayor o menor descaro, hunde su raíz en el intervencionismo americano o aliado, un yihadista candidato a mártir, asesino, lo celebra. No soy equidistante. No había nada que justificara el ataque. No lo merecíamos.

La respuesta posterior, Libertad Duradera, la guerra contra el talibán, el derrocamiento de Sadam, no fue, ni mucho menos, perfecta ni ejemplar. Muchos de sus protagonistas de entonces (ya ninguno está, salvo Guterres en la ONU) fueron insinceros, taimados y torpes. La historia ha querido que el aniversario empañe aún más la tristeza por la pérdida con la retirada de Afganistán y la recuperación del poder por los talibanes. Es un cúmulo de despropósitos que continuamente destacamos, y hacemos bien porque las acciones concretas equivocadas contaminan nuestra defensa y deben tener consecuencias en nuestros liderazgos, pero, ojo, la suma de todos nuestros errores no convierte a los malos en buenos.

Reivindico la memoria: por la gente común que cayó sin esperarlo ni merecerlo. Y reivindico, también, a pesar incluso de todos nosotros, nuestro modo y cultura de vida, porque la libertad imperfecta de nuestro sistema es infinitamente más digna y humana que ellos, que son los malos.

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