Impostar es la actividad propia de los impostores. Impostura es un engaño con apariencia de verdad. Y en esta crisis, la de nuestras vidas, detectarla no llega ni siquiera a reto, porque no es interesante. La impostura está por todas partes. Lo difícil es no encontrarla. Ése debería ser el jodido reto.

Las hay muy malas. Muy solemnes. Muy osadas y muy estúpidas. Viven en los documentos oficiales y en despachos con moqueta. Están tan poco elaboradas (y, cuando lo están, tan mal) que a menudo son más cantos de sirena o simple cinismo vergonzante. Se deciden arriba y ponen a prueba, negro sobre blanco, nuestra paciencia y nuestra lealtad: son las de los gobiernos que dictan normas que luego burlan, o dicen impulsar la actividad e imponen la necesaria protección personal, sin que haya medios para protegerse; o la de la justicia, un mes contagiada de indolencia y toda la vida haciendo volver mañana (o el año que viene o el otro), que descubre ahora un retraso indecente y dispone su plan de choque: destrozarla para quienes debe darse, sin tocar a los que la imparten; o la de muchos parlamentarios que, incluso hoy, compiten en zafiedad en lugar de con ideas y compromiso, para llenar la bolsa de cuatro votos cabreados.

Está también la otra impostura del diccionario. La imputación calumniosa, el bulo extendido. La mierda que flota. El imbécil que extiende un rumor. El listo que siempre sabe la solución. El loro que repite mecánico la mentira de sus amos. El cabrón con pintas que elabora noticias falsas para alimentar la confusión donde ganar unos cuartos. El mamporrero que ni siquiera los gana. Esa impostura asquerosa. Vil.

Con todo, hay imposturas buenas. La de las madres y los padres que sacan al balcón a sus hijos para aplaudir a las ocho. No fingen nada al hacerlo porque es verdad que aplaudimos a esa hora. Lo que se finge es que sea una fiesta. Los chicuelos no son -quizás- muy conscientes de que se sale para homenajear a los que están dándolo todo, con medios escasos, para sacarnos de ésta, y afrontan el aplauso como lo mejor del día. En cierta manera todos somos un poco niños, porque aplaudir es nuestra nueva normalidad, nuestro momento de compromiso social, nuestra reivindicación frente al miedo y la angustia de saber que no sabemos cuándo demonios terminará todo esto. Ni cómo. Pero impostamos con ese ejercicio para ellos, si son pequeños, incluso si son ya grandes. Hasta para nosotros mismos. Porque necesitamos, y eso sí que es verdad, necesitarnos.

Y está la que se aferra a creer que todo saldrá bien. La que se levanta a diario para pelear donde sea, en casa o fuera. La que suma. La que sabe (y es lo único) que nada sabe, pero también que ya queda menos porque es imposible que quede más, que cada día cuenta para llegar al final, aunque no se sepa dónde carajo está. La que aprieta los dientes y sigue.

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