Llegué a esta columna subida a unos zapatos de tacón alto y he estado tentada de marcharme a la francesa, a lo Ségolène Royal, como me decía mi querida Ana Rosa cuando desaparecía de algún "sarao". Pero he considerado que hay mucho que agradecer y que el agradecimiento no debe ser ocultado. Llegué, invitada por el amigo Tuto a este privilegiado salón, a expresar lo que quise, cuando quise y como quise, con absoluta libertad y compromiso. Y después, Juan se cuidó de que me sintiera como en casa. Mientras que parecía que la dannatio memoriae se apoderaba de mi pasado político, hubo alguien que pensó que tenía algo que contar y que podría contarlo bien. Fue así como me puse manos a la obra. Durante estos casi seis años de columnas semanales, creo que he conseguido desdeñar los tacones lejanos de la Femme Letal y evitar escribir escondida detrás del maquillaje que tapa y restaura. Nunca me gustaron los escondites y, en el fondo, ¿quién necesita hoy un escondite, si lo que necesitamos es saber la verdad sin maquillajes?

Me sentí como en casa, pero sabía que no lo era. Por eso, no me calcé zapatillas, aunque piense que "me da pena tanta tontería quiero un poquito de normalidad", como decía El Canto del Loco. En zapatillas uno está como en casa y termina escribiendo como habla, sentada en su mesa camilla, con el riesgo de que algunos se puedan poner nerviosos. Una cosa es hablar claro y otra perder el glamour. Incluso pensé en ir descalza como la Jane Fonda de Descalzos por el Parque. Menos mal que tampoco lo hice, despojarme, sin pensar delante de quién, puede tener efectos terribles y, si no, que se lo pregunten a Robert Redford.

Tampoco caí en el error de ir con zapatos de cristal, gracias a que la memoria me trajo al rapero Sharif "en las escaleras al infierno te tropiezas / no quieres subir / tampoco bajar / miedo a avanzar en la vida / con cuidado hay que caminar /andando con zapatos de cristal". No he tenido miedo, siempre me he esforzado en cambiarlo por el rigor y la elegancia. No he usado ni zapatos de cristal ni zapatos rotos, no quería acabar como las tres princesas de Grimm, sin sueños, sin zapatos y en el redil de la compostura. Cuando comencé esta columna, me inspiró el tacón de Guti que hacía magia, era uno de esos tacones que no concluyen, pero ponen la jugada y por esto decidí pasear por esta columna con tacones.

Ha sido un tránsito precioso, un ejercicio intelectual que me ha mantenido activa y viva. En mi vida no hay nada para siempre -y seguirá sin haberlo- y ahora toca virar unos grados. Cambio de ciudad y de actividad profesional, por un tiempo aportaré lo aprendido y sumaré visión en otra dimensión, pero con la misma alma. Como con mi columna, en esta nueva actividad no pretendo meter goles, pero sí ayudar en la jugada. No voy a renunciar a la elegancia ni a la serenidad que da la perspectiva para analizar lo que nos pasa, por eso vuelvo a elegir el tacón alto para esta travesía. Gracias por haber estado ahí. Hasta luego.

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