Dedo reconocer que estoy harto de todo, hasta de mí mismo. Especialmente, de mí mismo. Este tramo de año se me hace eterno. Me pesan los días como losas y las noches no aligeran su gravedad. Por eso, cuando, de repente, surge un esqueje que quiebra el tran-tran, me rindo, que ganas tengo todos los días, y me entrego, que no lo hago más por vergüenza torera. La noche del pasado viernes trajo momentos para recordar. En mitad de la machacona rutina canalla, se alzó, imponente, un tipo que tengo por tremendo. No es lo que más me atrae de él cómo canta, que también, porque le da profundidad y estilo a lo que hace cómo lo hace. No son tampoco las letras de sus canciones que, propias o musicadas desde poemas, guardan un mensaje colectivo que gusta escuchar pero, además, reservan una invitación específica y personal a tus propios recuerdos, a tus vivencias, o incluso a tus anhelos. No es su porte en el escenario, magnífico, colosal, simple y humilde, llenando el espacio con la presencia cercana de quien ha estado siempre ahí, aunque no lo percibas de continuo. Debe ser, al fin, el conjunto global de un artista con mayúsculas que plantea desde la tranquilidad y la seguridad que transmite un espectáculo rotundo, cargado de intimismo y contundencia al mismo tiempo, que se da en el escenario siendo todo un señor, a quien -a estas alturas de la película, como los buenos de verdad, "se conoce y se teme"- poco le importa la opinión de cualquiera al respecto. Es Serrat.

Yo, cuando hablo de él, no utilizo a secas su nombre. No me refiero nunca a él como Joan Manuel, así, a secas, como si lo conociera ciertamente, porque, lamentablemente, nunca he cruzado dos palabras con Serrat. Por eso, como mucho llego para no repetirme a nombrarlo entero, Joan Manuel Serrat, con su nombre y su apellido. Pero no suelo decir "voy a ver a Joan Manuel"; digo "voy a ver a Serrat". Luego, cuando este hombre me canta desde el escenario y, sobre todo, cuando hila las canciones que va disponiendo con la charleta profunda, amable, elegante y simpática, que adorna su actuación, me conquista más y pienso para mis adentros: ¡Joder! ¡Qué bueno es este tío! ¡Qué bueno es Joan Manuel! Y esto se multiplica a cada porción de belleza que ofrece, a cada ración de discurso que amplifica sus efectos, a cada momento que pasea las tablas o se centra quieto en el medio para temblar su garganta.

Tras las dos horas largas que se pasan en un rato corto, expresión del triunfo tranquilo que es su seña de identidad, Serrat termina con la misma naturalidad que comenzó para su mejor público de cada día. Y, entonces, yo me quedo con más ganas de sonrisa tonta y es cuando, egoísta, no me conformo ya con ver a Serrat porque ahí, en ese justo momento, daría lo que fuera por ver todo el tiempo a Joan Manuel.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios