Hace un año, para ser exactos un día menos, publicaba este periódico en este mismo espacio otro Habitante que hablaba del enorme malestar y la inquietud que generaron la sentencia de La Manada y el auto posterior que los ponía en libertad mientras resolvía el Supremo. Aquellas guarradas, primero la agresión sexual, que no abuso, y después la sentencia y el auto, con sus votos particulares, sus dimes y diretes, y el estupor, mucho estupor, que en la calle se vivió no van a borrarse con la sentencia del Supremo, pero desde luego ayuda para reconciliarse algo con los fundamentos de un sistema que muchas veces protege, otras bastantes confunde, y algunas, quizás no demasiadas pero tampoco pocas, sorprende.

No se trata aquí de realizar un análisis jurídico de lo que ha hecho el Supremo, del mismo modo que no se trató antes de hacerlo con lo de Navarra. Ese capítulo, el del análisis y la exposición de los elementos jurídicos que configuran los hechos como un delito u otro, ya se ha hecho por las partes que han intervenido en el proceso. Pero hay que saber que hemos asumido algunos riesgos como sociedad y que a punto hemos estado de descarrillar.

Primero. Los tipos que ya están en prisión por esta Sentencia ya eran culpables. Estaban condenados a 9 años. Ahora son culpables de lo que hicieron, agresión sexual (violación), y su pena es de 15 años. Necesitamos, en frío, claridad: una reforma del Código Penal que separe el abuso de la agresión, nítidamente, y la recuperación del tipo específico de violación (llamar a las cosas por su nombre siempre es más correcto jurídicamente que los eufemismos técnicos).

Segundo. El Supremo ha sido, esta vez, valiente. Ha respetado su doctrina y la refuerza para el futuro, pero, ojo, ha transitado por los bordes procesales de lo posible. El poder judicial camufla a veces con su independencia, que es un valor, tremendos errores que lastran su credibilidad. Con tiempo, y sin traumas ni prejuicios, quizás deberíamos repensar ese poder para adecuarlo más al escrutinio público.

Tercero. Libertad de expresión. El doble filo de esta navaja. Es la misma libertad que permitió que miles de personas, hombres y mujeres, salieran sorprendidos e indignados a las calles para protestar por la primera decisión, al tiempo que permite ahora que cualquier imbécil ensucie el aire con proclamas vomitivas que invitan a consumir prostitución como garantía de seguridad penal en las relaciones sexuales. Tal cual. La misma que me permite a mí calificarlo así y esperar, sin muchas ilusiones, que lo dimitan de inmediato para que no enmierde la supuesta dignidad parlamentaria.

No teníamos más huevos que esperar a que el Supremo lo arreglara, si era posible. Lo ha hecho y, a pesar de las curvas peligrosas trazadas, que deberíamos revisar para garantizar trayectos rectos, el destino se ha leído claro: yo sí te creo.

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