Poco importa, llegados a este punto, si los sucesos del pasado año en Cataluña se incardinan en un delito de rebelión o en otro de sedición. Es probable que, de seguir este alocado camino de idas y venidas, deba acabar el Estado por pedir perdón a los antiguos dirigentes catalanes que precipitaron el abismo jurídico, político e institucional que hoy arrastramos sin visos de solución. En un giro tragicómico de esta cuestión, quizás alguien sugiera ofrecer al fugado-exiliado Carles Puigdemont el puesto de Defensor del Pueblo. Lo verdaderamente indignante para mí en esta situación grotesca es la constante tendencia de los gobiernos a tomarnos por idiotas. Esto en primer término. En segundo lugar, bastante cerca del puesto de honor, el silencio cómplice, y bastante complacido, me temo, de una legión de diputados dispuestos como un solo cuerpo a repetir machaconamente el argumentario del líder, por más estúpido que parezca, por más inconsistente que sea, por más mutable que se presente. Por más falso.

No es objeto de esta columna aproximarse a las diferencias técnicas entre rebelión y sedición. En cambio, sí a la dimensión política del asunto. El Estado, con independencia del color político de su gobierno, decidió plantar cara al desafío separatista con todas las armas jurídicas y políticas a su alcance para impedir el atropello a la Constitución y a la estabilidad del país. Desde el carril político, decretó el 155; desde el jurídico, los poderes del Estado activaron mecanismos judiciales por delitos de rebelión, sedición y malversación. Todos a una. Decidir qué condena, si procedía al final, era tarea de jueces. Hasta ahora. El cambio forzado del criterio de la Abogacía del Estado, en franca y sorprendente contradicción con los de la Fiscalía del mismo Estado y la instrucción del procedimiento penal, es un error político que como mínimo : 1) debilita la fortaleza, si es que la tuvo, de la posición del Estado; 2) cuestiona el mantenimiento de los encausados en prisión preventiva; 3) exporta una imagen de duda sobre la legitimidad global del procedimiento de cara al exterior; y 4) compromete la profesionalidad de los servidores públicos. Un diez. Si además se ha hecho con la idea cortoplacista y ramplona de sumar apoyos para poder continuar en el gobierno, vía presupuestos, un doce, porque no es bastante le han dicho ya.

Un político puede y debe cambiar de opinión con la frecuencia e intensidad que las circunstancias aconsejen, sobre todo si son complejas, pero está obligado a dar cuenta, a explicar los motivos que le lleven a tomar ese nuevo rumbo y a jugarse el liderazgo en el envite si es preciso. Aquí, resulta que el presidente no lo dijo. Que somos idiotas. Que no escuchamos bien. Que sólo lo dijo un tal Pedro Sánchez. Pues bien, eso me lleva a desear que pronto hable únicamente como el tal Pedro, solo por su casa.

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