Me gusta el fútbol. Para ser sincera, más allá de aficiones heredadas y del sonido de fondo en las tardes de domingo, debo auto definirme como futbolera estándar. Nivel medio. Reconoceré que he ido las mismas veces al Arcángel de concierto que a ver un partido. Pero por las noches, más allá de Netflix, mi transistor suena a fútbol con voces de siempre. Vivo en este país, por lo que el porcentaje de fútbol que consumo en cualquier telediario me sitúa en una posición de entendida sobrevenida en la materia.

Que el fútbol tiene un poder que sobrepasa al resto de aficiones, no lo duda nadie. Que despierta pasiones, que mueve millones, que el apego a los colores se convierte en devoción, lo sabemos todos. Lo de que encierra intríngulis arteros y complejos, a los que no siempre nos es fácil seguir el hilo, lo hemos podido constatar de primera mano en nuestra ciudad. Sobre lo nuevo del Córdoba CF ni me atrevo a pronunciarme, me pierdo, un fondo de inversión, una filial española de una consultora estadounidense, la familia real de Baréin, exóticos y surrealistas conceptos leídos sobre nuestro club, ahora, de Segunda B.

Pero el fútbol es eso y es mucho más, es el desvele de padres que pierden los papeles y la compostura en los partidos de niños alevines federados. Madres que patinan con los valores que trasmiten en el sosiego de la crianza frente a conductas disruptivas cuando pisan la grada, sino la línea del campo. Es el partido en El Viso a las 21:00 de un domingo entre benjamines, planes familiares embargados. Todo esto da para mucha reflexión, despierta mucha crítica, pero es la realidad de muchísimos amigos y de muchísimos hijos de amigos.

El otro día me reconcilié con los hinchas gracias a un tuit de un amigo poeta futbolero con el que convocaba a una pachanga. Así, sin más. Preguntaba en abierto, si alguien estaba interesado en una pachanga de fútbol 7 a las 10:00 y daba el enclave de la misma. Aclaraba que el nivel era accesible. No había más. Me quedé leyendo, dándole vueltas al concepto, buscando un hilo que desarrollara requisitos. No los encontré. Imaginaba perfiles, aventuraba la foto del equipo resultante. Moría de curiosidad por saber cómo sería el que acudiese. Pero esa convocatoria, esa pauta de relacionarse, sin prejuicios ni pretensiones, tan ajena a todo lo que ocupa tanto puso el foco en lo importante. No había requisitos, ni currículos, ni estirpes. Solo unas botas, un meyba cordobés y fútbol. Muchas pachangas.

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