Mis hijas necesitan dos minutos para hacer amigos. En el parque, en la sala de espera del pediatra y en el primer día de cualquier actividad que abordan. Bajan a la orilla y vuelven a la toalla diciendo que tienen una amiga nueva, se llama Lola. Lola es, en ese momento, parte del equipo; no importa donde viva, ni cómo sea, ni si la veremos mañana. Puede, efectivamente, que no volvamos a coincidir con ella si sus padres plantan la sombrilla diez metros más allá. Puede que mañana bajemos a la playa buscando el bañador de Lola y si cambia de modelo no sepamos identificarla, pero da igual, en este día Lola es nuestra amiga y en esta mañana es real.

Eso no vuelve a ocurrir. Eso se pasa y no vuelve. Los años te dan la calma y la prudencia para no volver a manifestar una sensación así, perdemos toda la espontaneidad e infravaloramos lo efímero. Recopilamos de manera analítica todos los requisitos y elementos que debe reunir cualquier sentimiento para otorgarle validez. Escudriñamos la percepción y la racionalizamos y, a partir de ahí, la ponderación se impone a la hora de establecer cualquier vínculo.

Poco a poco todo eso se va puliendo, crecemos y empiezan los recelos por la acumulación de experiencia y por la constatación de determinados comportamientos humanos que van despertando las alertas. Las pequeñas decepciones y los continuos mensajes de la sociedad, nos animan a la precaución. De repente hay un quiebro y los intereses cambian, ponemos el foco en nosotros y dejamos de ver y buscar a Lola en la orilla, perdemos oportunidades de descubrir por esa cordura integrada.

Esa absoluta falta de desconfianza, la ingenuidad y la inocencia se diluyen y empezamos a ser comedidos, descubrimos cierta malicia y definitivamente dejamos de arrojarnos a sentir y compartir sin recelo alguno. Y en el reparto de roles, están el confiado y el confiable. Que en todas las relaciones hay distintas posiciones. Y al igual que evoluciona el entregado sin reservas, también cambia el que genera la confianza y ahí también hay una transformación para pasar a convertirse en el pardillo y el abusón.

Crecemos y modulamos caracteres y, de repente, la madurez se confunde con cautela y suspicacia. Mirar desde nuestra posición la inocencia no quebrada nos otorga perspectiva. Estar atentos al regate en el talante tal vez nos permita descubrir comportamientos propios y puede que aprendamos a retomar ciertas dosis de ingenuidad y matizar una picardía inevitablemente asumida.

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