Ayer tarde paseaba abrigada, como una lo hace en lo días fríos de invierno. Sin embargo, un olor a azahar me acompañaba como un pentecostés. Posiblemente la primavera ha sido nuestra gran maestra para poder sobrevivir, sin volvernos locos, a la convivencia de ideas contradictorias en nuestra mente. Sin duda, un buen ejemplo es la crisis de los refugiados, que está poniendo a prueba la capacidad de aguante de la beatona epidermis de los dirigentes europeos. Un continente con más de 500 millones de habitantes y el PIB más importante del planeta, teme, bajo peligro de catástrofe humanitaria, acoger a unos centenares de miles de refugiados en busca de una vida mejor y jóvenes desesperados que acabaron en campos de retención.

Este temor ha elaborado una narrativa: "la mejor manera de integrar a los que consiguieron el derecho de asilo es expulsar a los que fueron rechazados". Esta estrategia, además de profundamente insolidaria, es ineficiente. Los flujos continuarán, tal como se demuestra desde hace años, pues los expulsados de hoy son los inmigrantes de mañana. La faena es redonda: Alemania recibió 780.000 peticiones de asilo en 2016, de las cuales 312.000 fueron rechazadas. Para expulsar a los refugiados, se ha votado una ley que prevé, entre otras cosas, espiar los móviles de los solicitantes para identificarlos mejor, obligarlos, a veces, a llevar tobilleras electrónicas para localizarlos de manera permanente. En síntesis: para Europa no son personas sino delincuentes. El trato de quienes debieran socorrerlos es un segundo castigo que sumamos a la catástrofe humana que han sufrido los refugiados. Para justificar esta situación, Europa, antes que todo, ha recurrido a un artefacto jurídico: ha declarado que no se trata de refugiados, sino de inmigrantes económicos.

Esa malversación semántica permite no aplicar la Convención de 1951 sobre la protección de los refugiados y, en la misma operación, declara ilegales a los sirios, iraquíes y afganos perseguidos en sus países y detenidos, ahora, en campos fuera de la Unión Europea. En el Mediterráneo se ha hundido también la dignidad de Europa, además de las miles de personas que han muerto. A España han llegado sólo 800 de los 16.000 que nos "correspondían". Mientras Europa critica a Trump, ¿qué hace en sus fronteras? Lamentablemente esto no pasará, como la primavera. Sólo lo hará cuando dejemos de hablar de muros y hablemos de puentes.

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