La convivencia es complicada. En ocasiones, muy difícil, en otras más llevadera y siempre, muy arriesgada. La temporada estival, se presta especialmente a ello. Tiempo para estar en familia, se argumenta en tono positivo a modo de eslogan publicitario. Insisto, muy arriesgada. Hay convivencias absolutamente impuestas y otras, sencillamente, temerariamente elegidas. Los hay más o menos propensos a crear grupetes de todo tipo; todos tenemos esa amiga a la que se le ocurre un plan y lo propone a diestro y siniestro para que todo el mundo se una. Siempre me pregunto si todos aquellos a los que invita a unirse al planing le dijeran que sí, qué sería del plan.

Los hay que, por el contrario, bajo ningún concepto aceptan ni tan siquiera un finde rural en pandilla ¡que no!, que eso de afrontar el desayuno en pijama con gente con la que le funciona a la perfección una caña o una cena, es un riesgo que no está dispuesto a asumir. Porque una cosa es que todos aceptemos por necesidad el apartamento de los abuelos -con ellos, inevitablemente, dentro- y otra que empecemos a viajar en minibús porque lo de convivir con los colegas se nos ha ido de las manos. Están las reformas que nos obligan a meternos en casas ajenas, congresos de trabajo que nos imponen la convivencia, esos son los imponderables, pero que como opción se tome el pack de familias varias, por muy amigos que se sea, es ciertamente aventurado. Puede que suicida.

Que luego, en esos viajes de amigos, se descubren a la que se cansa a los dos pasos, el niño que no come de nada, la que no perdona la parada de souvenir en cada esquina, la hija de los otros con sus manías insospechadas, el que es incapaz de poner la mesa ni fregar un plato y si no se nombra tesorero oficial del grupo, surgen los escollos por el tema de las propinas. Y entre la trasnochadora y el madrugador, nos queda la intimidad de la noche -en el mejor de los casos- para compartir lo insoportable que ha resultado la niña de esa pareja, que en el bulevar parecía tan salada, lo tiquismiquis de la madre y lo ridículo del padre.

En fin, que los viajes de amigos los carga el diablo. Que viajar en grupo tiene su precio. Si aún se lo plantean, no seré yo la que les quite las ganas, aunque si están a tiempo ciérrenlo por pocos días, que en septiembre las sonrisas y las tapitas cortas, se pueden hacer largas.

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