No soy un ingenuo. Sé que es casi imposible que no se vincule fiesta con alcohol. Hay algunos consumos, como el del vino, que presentan incluso acentos culturales. Pero una cosa es eso y otra asumir irremediablemente la entrega de miles de adolescentes y jóvenes al consumo ingente de alcohol cada vez que salen y, según parece, con más motivo, cuando hay fiesta oficial. Estamos todos tontos.

Los primeros tontos son ellos. Chavalería que prontísimo, con cuerpecillos en formación y cabezas completamente permeables, juegan a ser mayores, cuando no lo son, a ser responsables, al yo controlo, cuando no ocurre. Si el botellón se instala en la agenda de una pandilla, el que no consume alcohol, se convierte en el rarito aguafiestas, en el cobardón blandengue que no sabe cómo funcionan las cosas y, pronto, debe elegir entre traspasar la frontera del no pasa nada o ser firme. Pocos tienen la personalidad y el ánimo para no caer.

Tontos somos los padres. Esto no se puede permitir. Es bastante probable que no pueda tampoco evitarse, pero hay que poner fronteras lejanas y consecuencias cercanas: hacer difícil llegar, más difícil repetir y prepararles para que sea más problema incumplir, por las consecuencias que comporte, que no hacerlo. Si somos comprensivos con el fenómeno, porque todo el mundo lo hace y no pasa nada, si no le damos la importancia que tiene y lo toleramos para no agobiar a los chiquillos, les estaremos haciendo un flaco favor.

Tontos, y desaprensivos, son los que venden alcohol a menores. Sé que hecha la ley, hecha la trampa, y que normalmente quien compra tiene el carnet en regla, enseñando sus desafiantes dieciocho añazos. Pero también hay casos, no pocos, de niñatos gilipollas que acuden a comprar botellas de garrafón, muy mayores ellos y ellas, muy dignos, a cualquier tienducha de barrio que les sirve y les cobra sin preguntar, sin rechistar, sin vergüenza. Ese círculo vicioso se puede y se debe romper denunciando. No se trata de descargar la responsabilidad del chaval que bebe en quien le venda el género, porque el primer tonto irresponsable es el niñato, sino de impedir que lo tengan fácil y que el listo que aprovecha su gigante estupidez se tiente la próxima vez.

Tontas, mucho, las autoridades. Hemos abdicado de solucionar el problema. Solo lo hemos parcelado para que se vea y moleste menos. Si no se puede, no se puede. Punto. No es solo un problema estético o de orden público, es un problema de salud pública y de cumplimiento de las normas, si es que consideramos atajarlo.

Esto es muy simple, pero tremendamente exigente. Saber dónde estamos. Ellos no pueden, los padres no deben consentirlo y reprimirlo, los que venden a menores deben castigarse severamente y las autoridades deben cumplir. Cuando no se puede beber, agüita del río es lo que hay.

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