Lo que más me asombra de todo el cirio que ha montado el Gobierno al arrastrar al PSOE (un partido centenario, robusto y vertebral antes de Sánchez) no es la propia firma de un acuerdo incomprensible, sino su defensa, que solo arropa a un líder errático. Lo que más me molesta de los nuevos indignados que enarbolan la bandera, apropiándosela en la calle, identificándola con su versión antipática para tantos, no es el empacho patriotero y estéril, sino el peligro que tienen para distraer y dividir. Todo se alimenta y nada mejor para una cena de los idiotas que hacer un concurso sin saber quién gana la medalla de oro.

Los flipados que nos dirigen y los flipados que nos soliviantan parecen tener una estrategia para ganar, pero no para que ganemos. Unos para quedarse y otros para llegar. Los imagino analizando el conflicto. Sesudos, presumen de notas garabateadas en un papel furtivo, de esos que hay en todas las salas de máquinas, preparados siempre para desaparecer, si va mal, o para integrar un librito de memorias resilientes o de panfletos incendiarios, si prospera. Alguien dice que es bueno pactar con Bildu, porque esto no sale, y otro alguien que es bueno sacar a la gente a la calle, porque enseña músculo y debilita al otro. Ambos concluyen en cada extremo de la inconsistencia que, si por el camino rompen algo valioso, ya saldremos. Los receptores del mensaje, mecanizados, pensando todos que salvan su patria, toman su altavoz, su eslogan y su trapo y ventilan la mierda ajena para que la propia no huela. La conclusión es evidente: el pozo ciego es nuestro.

Al país que queremos despertar no se llega por ahí. No se alcanza justificando cualquier torpeza pactada con unos tipos que tendremos que tolerar, porque la democracia es generosa, pero que no deben nutrirse con acuerdos que los blanqueen, que los hagan necesarios cuando son saludablemente prescindibles. Ni se consigue confundiendo al personal con el simplismo de soluciones bravuconas que camuflan su olor a irrelevancia con naftalina rojigualda. Las dos encabronan, pero no arreglan nada y no lo hacen porque ni representan a la mayoría ni sirven.

La mayoría, la que debería importar, ha hecho un esfuerzo increíble -y lo que queda-. Está perpleja y hastiada de tanto amateur con pretensiones. Necesita certezas, confianza, credibilidad y soluciones. Y no las encuentra. Ese es el drama. Vamos a trompicones: forzando el apoyo por el bien del país, cada vez más costoso a pesar de la responsabilidad exigible, o exhibiendo bocina que hace ruido, pero no construye, solo contamina. Lo malo de un mal gobierno es que lo sea y lo malo de una mala alternativa es que se elija.

Cuanto peor, mejor. Quienes garabatean las notas, saben que, así las cosas, no se gana por elección sino por descarte. Pero, si se gana, les vale. Y, por supuesto, perdemos nosotros. Hay que evitarles. Y evitarlo.

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