De aquí a cuatro semanas, tal día como el primer martes después del primer lunes de noviembre, Estados Unidos votará para elegir a un nuevo presidente. Además, también, renovarán un tercio del Senado, el Congreso, votarán varias propuestas legislativas en diferentes estados de la Unión, algunos jueces (partidistas o no) y cualquier curiosidad más que seguro me dejo en el tintero. Pero la clave es la elección crucial: Trump, más Pence, o Biden, más Harris.

No he ocultado nunca la completa ausencia de simpatía que profeso al presidente Trump. Es inconcebible para mi más elemental sentido común que un tipo con tan pocas capacidades contrastadas, con tan poco poso, con tantas carencias elementales, haya conseguido ser el comandante en jefe de los Estados Unidos. Por supuesto que sé que los estándares políticos europeos, que son los míos, claro, no juegan bien allí. Es todo mucho más "americano". En EEUU sí que triunfa el relato bien armado de una historia personal de éxito y de servicio, de hombre-solución-país. Y, luego, el complejo sistema de contrapesos entre los estados, definido en su momento para evitar que lo más poblado anulase a lo menos, distorsiona el principio una persona-un voto porque todos son iguales, pero vale mucho más el último voto en liza de un estado disputado. El relato de un presunto éxito y el sistema de su colegio electoral nos trajeron a Donald.

El depósito de poder que Estados Unidos realiza cuando elige es tremendo porque, de una extracción democrática, otorga un caudal enorme de decisión a una sola persona: persiguen un liderazgo fuerte porque ejercen un protagonismo inmenso en el mundo. Trump ya no es una oportunidad para hacer algo distinto frente a una candidata sólida y preparada, pero antipática e incómoda para muchos votantes blancos despistados. Trump es un desastre a los mandos, que se ha anotado alguna victoria exagerada solo para alimentar a su base electoral, un provocador histriónico que dirige con aspavientos la maquinaría más influyente de la política y la economía globales. Cuatro años después, Trump es conocido como mandatario y ha cumplido el papel que cabía presumirle como candidato outsider: ha protagonizado el descenso a la política real que él entiende, el reality show.

No quiero que gane Trump. Quiero que gane Biden. Pero querría que ganase casi cualquier otro que no fuera Trump. El problema es que no tengo claro el resultado. Ni siquiera su actual situación, ironías del virus que desatendió, como era esperable, presagia certezas. La política de Trump es un mambo: moverse, que el ritmo contagie, aunque la letra sea estúpida e inconsistente. Da igual mientras la cante él. Y eso hay que combatirlo. Y contarlo. Me voy a asomar a verlo. Ojalá que sea caer.

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