El 27 de enero de 1945, pocos meses antes de que el nazismo cayera derrotado definitivamente en la Segunda Guerra Mundial, el campo de concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau fue liberado. Desde 2005, Naciones Unidas ha dedicado la fecha de hoy a la memoria de aquella brutalidad, del mal absoluto, el asesinato planificado de los judíos en Europa bajo el yugo nazi. En la tierra de Israel, el museo del Holocausto, el centro para la memoria de aquella vergüenza que asfixió al mundo libre, el Yad Vashem, ha reunido a la inmensa mayoría de los líderes mundiales para conmemorar el setenta y cinco aniversario de la liberación.

Con la liberación eclosionó el conocimiento público de la ignominia que allí, y en otros muchos lugares de muerte, se vivió. Conllevó la culpa de los que habían dirigido el genocidio, hasta donde se supo y se pudo, y la reparación por la memoria de los muertos, hasta donde se supo -que fue más de lo que se pudo y mucho menos de lo debido- y la reconstrucción de la vida de los supervivientes mediante el esfuerzo heroico de seguir viviendo, aunque no pudieran o no supieran hacerlo.

El Rey de España, la patria de Maimónides, la de las llaves de las casas dejadas en Sefarad, dirigió un discurso la semana pasada en Jerusalén en nombre de todos para condensar las zonas comunes de los herederos de aquel tiempo cruel, cuando el daño causado fue amplificado por muchos silencios cobardes y torpedeado por unas pocas vidas valientes que salvaron otras ("quien salva una vida, salva al mundo entero", dice el Talmud). "Nunca jamás", señaló. Con Rabbi Moshé ben Maimón, recordó que los males que nos dividen provienen de la ignorancia, y -con la única afirmación compatible con el respeto por la dignidad humana- describió que no solo es el recuerdo de las víctimas y la repugnancia hacia el horror lo que debe movernos, sino la responsabilidad colectiva y personal para que no haya ni una sola habitación en la casa de nuestra vida donde quepa el racismo, el discurso del odio, la xenofobia y el antisemitismo.

Escucharemos, seguro, la vileza ruin de reducir el honor de la memoria. Nos dirán, falsamente, que los agredidos de ayer son los agresores de hoy, para que recordar la agresión parezca justificar otra y, así, no se haga porque no se merece. Por fortuna, la memoria sobresale por encima de la imbecilidad torpe que apuntala con su atrevimiento ignorante al odio nuevo: camuflarlo como una reacción; odiar, igual que antes, pero que no lo parezca. Los necios no lo saben; los malvados, sí.

La memoria borró el miedo, porque conocemos lo que fue, y la dignidad vence. Muchos brindamos cada año para celebrar el siguiente en Jerusalem porque muchos otros más nunca pudieron hacerlo. No somos ellos, se los arrebataron al mundo, solo sustituimos vidas para que no grite el silencio. Nunca jamás, leolám lo Od. Lejaim!

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