EDITORIAL
Crisis de identidad en Europa
El año que está a punto de terminar va a ser uno de los peores, en términos de fortaleza institucional, para la Unión Europea. La llegada de Donald Trump a la Presidencia de los Estados Unidos y la evolución que han seguido los conflictos de Oriente Próximo y de Ucrania han puesto de relieve que Europa ha pasado a jugar un papel secundario en una geopolítica convulsa en la que las grandes decisiones se toman en Washington, Pekín y Moscú y en la que Bruselas es ignorada. Esta situación ha cogido a la UE en una situación de falta de definición, en la que se plantea incluso si hay que ir a una mayor integración, no solo económica sino también política y defensiva, o si lo que conviene en estos momentos es replegarse hacia el interior de las fronteras nacionales y que la Unión se limite a ser un espacio de intercambios comerciales. Esta crisis de identidad ha tenido un factor desencadenante con la aparición en varios países, como Hungría, de gobiernos populistas de extrema derecha que no ocultan su rechazo a los principios que han regido los procesos de integración europea desde mediados del siglo pasado. La UE se encuentra en un atolladero, agravado por una crisis de liderazgo en la Comisión, que afecta a su propia esencia, pero que también le bloquea los posibles caminos de salida. El más evidente de todos ellos, y también el más urgente, es el de construir una autonomía estratégica que la aleje de la dependencia de unos Estados Unidos que han optado por ignorar a Europa y orientar sus intereses hacia otras zonas. Ello requiere la implicación directa de todos los gobiernos, pero también es necesario dotar a las instituciones que gobiernan la UE de líneas de actuación clara y de líderes sólidos. Lo que Europa no puede permitirse es no hacer nada mientras pierde posiciones en un mundo en el que las amenazas constituyen, en estos momentos, las únicas certezas.
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