Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Mi mujer tiene una persistente superstición. Insta a que las cosas no hay que decirlas porque todo sale en la nariz. Y menos le gusta celebrar lo que va bien porque parece que se convoca al mal fario. Yo, heroicamente, no hago caso, más que nada porque entonces nos pasaríamos los días callados.
Pero reconozco que con frecuencia pasa lo que teme. Ha ocurrido ahora. Mis hijos y yo, medio en broma, cuando nos cruzábamos por los pasillos nos saludábamos del siguiente modo: uno decía “odio eterno”, el otro contestaba “al mundo moderno”. Después nos reíamos, a medias del mundo moderno, a medias de nuestro tremendismo.
El caso es que nos ha salido en la nariz. Y de pronto me he visto odiando de verdad al mundo moderno, con lo feo que es odiar nada en serio y con lo triste que es hacerlo al mundo en el que irremediablemente te ha tocado vivir. El otro día le mangaron a mi hijo, ya de 14 años, el móvil, en el gimnasio (ay) al que va en Irlanda, donde estudia. (Encima va al gimnasio como cordero llevado al matadero porque no tiene nivel de rugby para ser admitido en ningún equipo.)
“No te preocupes” –le dije. Tengo un control parental en los móviles de mis hijos que te da la geolocalización. Hicimos un seguimiento del móvil robado como si fuese una película de Misión imposible. Lo vimos salir del gimnasio, pasar por una calle de pubs que nos gustan mucho (sin pararse en ninguno el muy animal del ladrón) y meterse en unas oficinas. Mi hijo fue a las oficinas, donde no lo dejaron entrar, y luego, ya con su hermana de 15, fueron a la Policía a cursar denuncia, con todas mis capturas de pantalla a lo Tom Cruise.
Y aquí entra en acción el desgraciado mundo moderno. Los policías dijeron a mis hijos, de 14 y 15, extranjeros, robados, ateridos de frío y calados hasta los huesos, que no podían poner ninguna denuncia sin ir acompañados de un mayor de edad. Ea, a la calle. En tiempos más caballerescos, la condición de mis hijos hubiese sido razón de más para auxiliarlos con solicitud y gallardía. Tengo la certeza, además, de que si hubiesen ido a denunciar que su padre les maltrataba todo habrían sido diligencias; y eso me parece bien. Lo que me parece fatal es que la burocracia y el reglamento los dejasen tirados. Odio eterno al mundo moderno. Del móvil no hemos vuelto a saber nada.
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