La crisis constitucional y de convivencia abierta en España como consecuencia del desafío secesionista por parte de un sector fanatizado de la sociedad catalana puede llegar a tener efectos muy beneficiosos. Hasta ahora hemos visto algunos: se ha recuperado el orgullo nacional, hemos constatado -incluso los no especialmente monárquicos- que disfrutamos del privilegio de un Jefe de Estado que ejerce de modo valiente y sobresaliente su papel y los catalanes no independentistas, de cualquier signo político, han perdido el miedo a expresarse frente a ese nacionalismo todopoderoso y pringoso al que, hasta ahora, resultaba imposible enfrentarse.

Confío que podamos ver otros. Esta crisis puede ser la oportunidad histórica, quizá no se repita, para atajar las causas que han llevado a ella. Por supuesto, el objetivo principal ha de ser en este momento ponerle fin, restituir la legalidad y el orden constitucional y volver a la normalidad en la convivencia y en la economía. Pero ese no ha de ser el único objetivo: es imprescindible detectar esas causas, analizarlas y, finalmente, corregirlas. Sólo así habrá normalidad real y no una normalidad impostada que nos lleve en diez o quince años a una nueva revolución a la que, rearmados en sus odios, tal vez no seamos, o no sean nuestros hijos, capaces de vencer.

Entre esas causas hay una central: el adoctrinamiento en las aulas de muchísimos centros educativos de Cataluña. Negar su existencia, incluso minimizarla, es parte de la derrota del Estado frente al independentismo. Aunque soy de los que cuestiono la bondad de la idea de que las competencias educativas correspondan a las Comunidades Autónomas, tengo ya los suficientes años como para darme cuenta de que esa es una realidad difícilmente reversible y que el Estado jamás -al menos yo no lo veré- las recuperará en su integridad. Ahora bien, el Estado tiene medios hoy, y debe incrementarlos si la temida reforma constitucional apadrinada por Pedro Sánchez llega a buen término, para combatirlo.

El reforzamiento de las competencias y medios de la Alta Inspección de Educación, el innegociable respeto al derecho de las familias a decidir la lengua en la que educar a sus hijos (es un escándalo que un político o un funcionario determine en detrimento de la opción paterna que un niño no pueda ser educado en una de las lenguas oficiales en un territorio), el fin de la inmersión lingüística por decreto y el duro castigo a quienes burlen su sagrada función de educar y enseñar, prostituyéndola con fines políticos, tienen que ser objetivos principales. No hacerlo, además, será un error político y electoral de primera magnitud para quien deje pasar la oportunidad.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios