Quizás
Mikel Lejarza
La Traca Final
El mundo de ayer
Cuando Virgilio escribió la Eneida, quiso imitar los dos grandes ejemplos de la literatura previa, la Odisea y la Ilíada. En sus primeros seis libros –los modernos capítulos– seguimos a Eneas y a los restos de los troyanos tras la caída de su ciudad, buscando un nuevo hogar, y en los otros seis los vemos enfrentarse, aliados a algunos pueblos itálicos, contra el belicoso Turno, reflejo del Héctor troyano.
Una consecuencia interesante de esta sintonía entre la obra homérica y virgiliana es que ambas transcurren a la vez, por así decirlo. Terminada la guerra, Ulises y los suyos se disponen a volver a Ítaca, y Eneas y los suyos tratan de hacer lo propio, buscando un nuevo lugar en el que construir la nueva Troya. De este modo, es posible que en las anchas espaldas del mar ambos estén a punto de encontrarse cada poco, guiados por los mismos vientos y maniobras y caprichos de los dioses.
De hecho, existe un punto de encuentro. En la tierra de los cíclopes, en Sicilia, los troyanos oyen al desembarcar los gritos de un hombre, consumido por el hambre y el olvido, que estaba escondido en el bosque. Era Aqueménides, uno de los soldados que luchó en Troya con Ulises, y que no pudo escapar con los suyos de la cueva de Polifemo. Al ver las ropas y armas troyanas se detiene, pero al punto prosigue su lamento y su petición de auxilio. Anquises, que es el padre de Eneas y tal vez el más viejo de todos ellos, le tranquiliza y le anima a contar su historia, tras lo cual, huyendo ellos también de los cíclopes, lo acogen en sus barcos.
En esta costura de civilizaciones, en este vértice en que se encuentran entre letras griegos y romanos, en esta esquina de calma entre tinieblas y tormentas y combates, el hombre acepta al hombre. Y me es inevitable pensar en la común arquitectura de esos versos, en esos hexámetros que en griego o en latín se basan en un ritmo tan marcado de sílabas largas y breves.
Mucho antes de Virgilio, mucho antes de Homero, la poesía era oral, la memoria se guardaba en la caja de la boca. Y esos pulsos constantes, casi latidos, en los que parece importar más que la historia la música que la acompaña, parecen contener nuestro pasado. Quizás su cadencia procede de oscuros cantos y bailes, o de largas caminatas sin rumbo, paso tras paso tras paso, cuando éramos Ulises y Eneas, cuando el mundo hermético se abría apenas a nuestra aventura. Quizás, en fin, todos contengamos el mismo corazón, dormido bajo la ceniza y el tiempo, como las huellas sin nombre que un día, hace millones de años, alguien dejó en Laetoli, yendo no se sabe adónde. Yendo hacia nosotros.
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