Monticello
Víctor J. Vázquez
S. La quijotesca
El mundo de ayer
En los pocos cursos de escritura a los que he ido se insistía siempre en que el escritor debe mostrar las cosas, no contarlas. No debe sorprendernos, porque la vida es así. Sabemos que alguien está triste porque lo vemos triste, porque algo en su forma de moverse o de mirar o no mirar, de dudar o de callarse nos lo indica. Si alguien está nervioso, suda o se agita. Si sufre un desamor, mira intensamente a los enamorados.
Hovik Keuchkerian ha dicho esta semana que lo primero que hace cuando recibe un guión es tachar acotaciones y comentarios innecesarios. No me apetece discutir sobre la capacidad del actor o del lector para dar vida a un texto, para encarnarlo, para darle su forma final y única, ni citaré a Barthes o a Eco o a quienquiera que los más entendidos invoquen para fortalecer sus argumentos. Como todo en las redes, que en nada se deberían parecer a la vida y cada vez la modifican más a su arbitrio, una fugaz e iracunda polémica ha alumbrado vanamente nuestras conciencias y cuentas.
Uno de esos tuiteros que quiso aportar su grano de arena a este desierto de lo virtual compartió unas palabras de Guillermo del Toro, que con su voz nasal mexicanísima se refirió a una concisa y brillante lección del guionista Jaime Humberto Hermosillo: “Todo el adjetivo que se utiliza en la página de guión tiene que ser comprobable por la cámara o el sonido”. Y continúa: “Hay guiones muy malos que dicen: ‘Juan entra en la habitación, claramente abrumado por su pasado, del que no puede escapar’. No mames. ¿Vas a filmar a Juan entrando al pinche cuarto? ‘¿Y tu pasado, Juan? Lo dejé en la casa”.
En la literatura, cuantas menos explicaciones, mejor. La maravillosa novela Desierto sonoro, de Valeria Luiselli, también mexicana, concluye con un prolijo apartado de referencias intertextuales que, con precisión de relojero, repasa los otros autores que, vivos o muertos, contribuyeron con sus textos al suyo. Y se nos queda como un postre torpe, una baba seca de citas más muertas que vivas que alguien se olvidó de limpiar, despojadas de su contexto y del calor de las otras palabras que las envolvían y les daban un sentido más rico, una identidad más compleja.
Esa rendición de cuentas que nadie había pedido me recordó a la escena final de Psicosis, cuando un experto, no sé si médico o forense o policía, detalla el cuadro clínico de Norman Bates, sus motivaciones, sus orígenes. Me habría encantado tachar esa escena con los trazos gruesos de Hovik. Pero si en la vida se pudieran hacer estas cosas, tal vez no andaríamos escribiéndolas.
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