Juan Rodríguez Garat

Almirante retirado

Despotismo ilustrado

Pedro Sánchez, en un campo de refugiados palestinos en Jordania el pasado mes de abril

Pedro Sánchez, en un campo de refugiados palestinos en Jordania el pasado mes de abril / Efe

Muchos seres humanos tendemos a imaginar nuestros esquemas mentales reproducidos en animales domésticos o, incluso, seres inanimados. Yo habría apostado por que mi perro, ya fallecido, razonaba como cualquier persona. Y a menudo me enfado con mi teléfono móvil como si de verdad tuviera voluntad propia: la de ponerme las cosas más difíciles.

De la misma forma, suponemos que las naciones, feliz producto de nuestra razón para hacer posible la convivencia armónica y facilitarnos seguridad y servicios, piensan como las personas. Creemos que si China acosa a la isla de Taiwán o si Estados Unidos se opone a la entrada de las tropas israelíes en Rafah es porque una y otro persiguen sus objetivos geoestratégicos. Y no. Las cosas casi nunca funcionan así. No deciden las naciones, sino sus gobiernos. No son los intereses nacionales sino los de los líderes los que dan sentido a la política exterior. Mientras la geoestrategia sugiere los pretextos, casi siempre es en la política doméstica donde se esconden las verdaderas razones de muchas de las decisiones que nos sorprenden. La más grave de todas, la de ir a la guerra.

Para comprobar esta anomalía en pequeña escala —los experimentos con gaseosa— pongamos la lupa en nuestra nación. Después de todo es la que mejor entendemos. ¿Cuáles son las razones geoestratégicas del cruce de insultos entre el Gobierno de España y el de Argentina que ha terminado con la retirada de nuestra embajadora en Buenos Aires? Pues cosas parecidas ocurren en la China de Xi Jinping, en la Rusia de Putin o en los EEUU de Biden, que se parecerían muy poco a los de Trump.

La política, hoy —y no solo en España— se revitaliza con las trifulcas. Y es culpa nuestra porque, como ocurre cuando los delanteros simulan un penalti en el área contraria, solo se lo reprochamos al equipo que no nos representa. Sin embargo, no me gustaría reducir este análisis a una anécdota casi infantil, y no lo digo en sentido figurado: cuando eran pequeños, mis hijos también se insultaban y acusaban al otro de haber empezado primero. Lo ocurrido estos días entre los gobiernos de España y Argentina –no entre las naciones– puede extrapolarse a otros pueblos, a otros lugares, a otras decisiones en las que la humanidad se juega mucho más.Si fueran las naciones…

Si las naciones tuvieran corazón, cerebro y sentimientos propios rara vez irían a la guerra. Y, desde luego, nunca andarían enredando con la amenaza nuclear. Pero no tienen nada de eso. Los pueblos del pasado luchaban durante décadas por los derechos de sus reyes. ¿Y los de hoy? Sigue sin ser fácil poner los intereses nacionales por encima de los de los líderes. La democracia, desde luego, no lo garantiza. No fueron los intereses de los EEUU, sino los del presidente Bush —que iba detrás en las encuestas para su reelección— los que estuvieron detrás de la invasión de Iraq en 2003. ¿Culpa del pueblo norteamericano por elegir mal? Puede. Pero, ya que estamos, al menos ellos tuvieron la posibilidad de hacerlo.

En España, al presidente del Gobierno no lo elige el pueblo directamente, como en Francia o los EEUU, sino el Congreso de los Diputados. Lo mismo ocurre en Gran Bretaña, pero allí los diputados son elegidos individualmente por los ciudadanos. En nuestro país hemos escogido un mecanismo diferente, el de las listas cerradas por los partidos. Así es nuestra Constitución y, desde luego, debemos respetarla. Además, y ya que no tenemos potestad para escoger personalmente a nuestros líderes, existe al menos un mecanismo –el programa electoral– que materializa el contrato que suscribimos con los partidos que actúan de intermediarios entre los españoles y el poder.

Por desgracia –en realidad, por falta de interés de los españoles– los programas electorales no dan muchas respuestas sobre seguridad, defensa o política exterior. Nos gusta pensar que se trata de políticas de Estado, de largo plazo, avaladas por el acuerdo de Gobierno y oposición. Pero me quedaría corto si dijera que no estoy seguro de que eso sea lo que ha ocurrido con el cambio de postura española sobre el Sáhara Occidental, la ausencia en la misión de la UE en el mar Rojo, el reconocimiento de Palestina o la retirada de la embajadora en Buenos Aires.El reconocimiento de Palestina

De todos estos asuntos, el más importante es, sin la menor duda, el reconocimiento de Palestina que acaba de anunciar nuestro presidente. Estoy convencido de que la gran mayoría de los españoles desea que se produzca. Pero el diablo está en los detalles. Hay quien piensa que hacerlo ahora es un espaldarazo a Hamás, y uno de los que lo ve así es la propia organización terrorista. A otros les parece que hacerlo sin contrapartida alguna –se podría pedir a cambio el reconocimiento del derecho de Israel a existir o, al menos, la liberación de alguno de los niños secuestrados o de sus cadáveres– es perder una de las pocas bazas que tiene España para contribuir a una paz justa. Habrá, por último, quien crea que hacerlo en desacuerdo con la UE es debilitar a esa Europa que tanto criticamos porque su desunión la convierte en un enano político.

Seguro que hay respuestas válidas para todas esas cuestiones que van más allá de la supervivencia de un gobierno de coalición en el que una parte canta consignas –desde el río hasta el mar– que son consideradas delitos de odio en otras naciones europeas. Pero me gustaría tanto conocerlas que casi hasta llego a sentir que, como en mí también reside una pequeña parte de la soberanía nacional, tengo cierto derecho. Si no constitucional, al menos moral.

No se trata, por supuesto, de cuestionar la legitimidad de un gobierno salido de las urnas en la forma que determina la Constitución. Pero tampoco creo que esté de más pedir a nuestros líderes que, en aquellos asuntos de importancia crítica y no cubiertos por los programas electorales, se informe al pueblo soberano y se escuche su voz. Cuando se trata de política exterior, seguridad y defensa, no solo este Gobierno sino todos los que recuerdo en nuestro país están mucho más cerca de los postulados del despotismo ilustrado –todo para el pueblo pero sin el pueblo– que a los que de ese Gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo que predicó Abraham Lincoln.

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