Es insólito encontrar en la cartelera una película como esta Tierra de nuestras madres que se propone abierta y valientemente como fábula satírica sobre esa España vaciada, aquí en un pueblo en mitad del secarral manchego, pero sobre todo, que viene hecha a partir de la complicidad con los viejos y lugareños que participan en ella como trasuntos de ellos mismos o arquetipos (documentados) de esas gentes de pueblo que se mantienen fieles a las tradiciones, al habla y los rituales locales o a un espíritu de resistencia contra esas adversidades y efectos de la (pos)modernidad que los empujan a marcharse o cambiar sus costumbres.
En su blanco y negro digital y panorámico, con un estupendo Saturnino García haciendo de una particular vieja del visillo que vende sal de higuera y trafica con medicamentos, y ¡narrada por una cabra!, el filme de Liz Lobato aspira a capturar esencias rurales y culturales en vías de extinción al tiempo en que satiriza a políticos, funcionarios, fuerzas del orden o inversores extranjeros, aquí venidos de China, movidos por un común afán especulativo.
En su estructura coral y episódica, su amable tipismo y su crónica de un fracaso anunciado, la película deviene a veces un simpático Bienvenido Mr. Marshall actualizado cuyo mayor mérito es precisamente ese carácter integrador de lo popular y lo político y ese guiño a lo amateur en una fórmula que se resiente empero de falta de ritmo, un exceso de música y sentido de la medida. Peros aceptables para un filme extraño y a contracorriente que conecta con cierto espíritu de la época y busca su singularidad para hablar del aquí y ahora inspirado en el humor, la picaresca y cierto surrealismo esperpéntico.