Un día, en el patio del colegio, durante el recreo, dije una palabrota. Tan mala suerte tuve y tan poco astuta fui que la profesora que en ese momento hacía guardia para que no nos atragantáramos con el bocadillo me escuchó. Me preguntó: "¿Qué has dicho?", y yo, desde abajo, aceptando mi sino de castigo, volví a repetir la palabrota. No recuerdo bien qué pasó a continuación, imagino que me reprendió el comportamiento y que alguna penitencia cayó.

Otro día, también durante el recreo y en unos de esos juegos que hacían temblar lo bien planchado del uniforme, un compañero se enrabietó porque lo habían elegido el último para jugar a matar (balón prisionero creo que lo llaman los que no tienen idea del asunto). El enfado le llevó a lanzarle a la cara del primero que pasaba por allí un tetrabrik de zumo de melocotón recién abierto, acertó de lleno. Tampoco estuvo astuto el pequeño agresor (estas cosas no se hacen) y, de nuevo, la vigilancia del patio de suelo gris lo pilló en plena tropelía.

Ni mi compañero ni yo volvimos a repetir esos comportamientos, al menos delante de la policía del recreo. Aprendimos a guardarnos de hacer lo que no debíamos y a callarnos los insultos infantiles en el bolsillo del chaquetón.

Todos los días, al menos uno sí y otro no, pasaba algo así en recreo. Pero los que teníamos dos dedos de frente aceptábamos las normas y todo el decoro que se le puede presuponer a un grupo de chiquillos de entre seis y diez años. Así se alcanza la paz en el recreo y en cualquier sitio, y así se mantiene inalterable el clima adecuado para casa ocasión.

La cosa está en que, si no hubiéramos llegado a ese comportamiento no habría pasado nada. Éramos niños, era el patio del colegio, la hora del recreo y, en su fuero interno, los vigilantes que nos acechaban hacían la vista gorda en más de una ocasión porque sabían que solo teníamos media hora para desfogar de las arduas matemáticas y los amplios conocimientos que nos habían metido sobre las oraciones compuestas.

Sin embargo, no se puede hacer la vista gorda siempre. Se han escuchado decenas de comparaciones del Congreso en esta investidura con el patio del colegio descrito anteriormente. No, los diputados maleducados que gritan y echan bilis por la boca no son niños comiéndose un bocadillo después de Conocimiento del Medio. Es vergonzoso tener que ver y escuchar a esa gente alterarse tantísimo cuando lo que se dice en el atril no comulga con lo suyo, como si su escaño valiera más que ninguno. Aquí, como en el recreo, hay que aceptar lo que no se puede hacer. Y a veces, hay que aguantarse si no te dejan jugar.

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