Félix R. / Cardador

Dos colegas y el espíritu del 27

NO pude evitar ayer, mientras caminaba hacia el centro por la avenida de las Ollerías, acordarme de una noche de esas perdidas en las brumas del tiempo, hace ya nueve o diez años, en un pequeño bar de Puente Genil, cerca de la plaza del Romeral. Coincidíamos allí varios escritores y periodistas tras una de esas largas jornadas de aquellos encuentros que organizaba el entonces diputado provincial Alberto Gómez, y el alcohol y el calor del local facilitaban la animada charla. Recuerdo que acudí allí junto a Alejandro López Andrada o junto al gran y siempre joven Ginés Liébana, o quizá con los dos al mismo tiempo, aunque al poco rato me vi envuelto en un animado debate con dos jóvenes más o menos de mi edad a los que apenas conocía superficialmente: un tal Joaquín Pérez Azaústre, que era por entonces el chico de moda de las letras cordobesas tras ganar el Adonais, y un tal José Luis Rey, autor natural de Puente Genil y que ya había conseguido un accésit, años atrás, de ese mismo galardón. Por entonces, eran dos chicos a los que apenas conocía nadie en el mundo literario nacional; hoy, ambos son los dos últimos ganadores del premio Loewe y están llamados a ser, si nada trunca su destino, dos de las principales referencias de la poesía española de las últimas décadas.

La pujanza de Azaústre y Rey no era sin embargo difícil de adivinar por aquel tiempo, pues planteaban un camino estético muy distinto del que por entonces frecuentaba una poesía española algo atomizada y perdida en absurdas diatribas como aquel tostón de la experiencia y la diferencia. Ellos, sin embargo, habían salido ya de esa aldea y miraban a Europa y al mundo. La poesía era para ellos, y lo sigue siendo, un país amplio y generoso en el que no se pide el carnet de identidad. Resultaba imposible, al verlos allí tan jóvenes, tan europeos, tan cívicos, tan vitales, tan amigos no acordarse del ambiente de la Generación del 27 y de la poesía española de entreguerras. Inolvidable fue aquella conversación en la que hablamos de Rilke, de Ezra Pound, de Claudio Rodríguez, del gran Pere Gimferrer, también de Lorca. Poco tenían que ver sus ambiciones, sus gustos, sus propuestas con lo que planteaban otros jóvenes autores de aquel momento, muchos de los cuales han cambiado su camino estético con el paso de los años. Joaquín y José Luis eran, en definitiva, una ventana abierta directamente hacia el futuro. Tenían las ideas claras y el pulso firme y el tiempo les ha y nos ha recompensado.

Desde entonces hasta ahora, y pese a las concomitancias de sus mundos literarios, cada uno ha cogido su camino y se puede decir que son dos vías vitales absolutamente propias aunque emparentadas en lo literario. Joaquín es hoy el escritor todoterreno, el tipo que se codea en Madrid con la corte literaria, un hombre que mezcla el duro trabajo con los placeres mundanos, y al que quizá lo único que le falta es cerrar una novela que le abra a un público más amplio; José Luis, por contra, es el poeta por antonomasia, el poeta puro, dedicado a sus clases, sus poemas, sus estudios, sus traducciones y su familia. Ambos, en todo caso, siguen celebrando la vida y la literatura del mismo modo que la celebraban hace diez años. Y yo, como aquella noche en Puente Genil, la sigo celebrando con sus poemas, en los que aún late el espíritu de Rainer Maria, de Ezra, de Claudio o de Federico. O sea, una luz inextinguible.

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