Manolita y el escándalo

Ahora que ha muerto Manolita, sí que flota en el aire la malsana pureza de un tiempo en el que se podía transgredir

Manolita Chen, la vedette de las clases humildes, ha muerto a los 86 años en Sevilla y lo ha hecho cuando su mundo de luces, escotazos de goma, piernacas infinitas y chistes verderones llevaba ya varios lustros muerto y enterrado. Fue Manolita, como todos, hija de su tiempo y si alcanzó la fama que alcanzó fue porque ella y su Teatro Chino abrieron dentro del oscuro puritanismo oficial de la infame dictadura una ventana a la libertad, aunque fuese ésta entendida en su forma más popularecha, feriante y golfalona. Yo conocí el Teatro Chino en sus años últimos, crepuscular ya, en los primeros 80. Y no porque entrase allí, que yo aún era entonces un niño de tómbola y cochecitos de tope, sino porque Manolita, su marido Chen Tse-Ping y toda su troupe llegaron a mi pueblo, un septiembre ochentero, para montar un espectáculo que se llamaba, alegría, alegría, Sin faldas y a lo loco. Gobernaba ya Felipe González, pero esa España no era todavía la de hoy y aún existía cierta romántica golfa en torno al Chino, que todavía era capaz de escandalizar a no pocos de nuestros mayores. Atraídos por el halo eterno de lo prohibido, un grupo de amigos nos fuimos al salir del colegio a olisquear por sus alrededores y lo que nos encontramos allí fue un teatrillo de chapa pasado de moda, unos montadores que acababan de instalar la carpa y se echaban un pitillo y un Mercedes negro, viejo y enorme allí aparcado, con pinta de coche funerario. Ni chicas, ni piernas, ni erótica, sólo la prosa crepuscupular que tiene lo que declina. Aún con todo, ahora que ha muerto Manolita, sí que flota en el aire la malsana pureza de un tiempo en el que aún se podía transgredir en España enseñando las nalgas o haciendo chistes gruesos de falos y tetas, algo hoy imposible en un país en el que lo más transgresor quizá sea ahora declararse taurino o católico. Extraños vaivenes de una patria extremada donde Manolita representó el papel provocativo y sensual que le tocó en suerte hasta convertirse en un singular amuleto libertario del arrabal y la derrota. Descanse en paz esta musa del pueblo en una eternidad sicalíptica de escotes, carcajadas y cuplés.

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