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Pelotas, no; balas, sí
La esquina
No soy propenso a explicar los acontecimientos políticos en función de la psicología de quienes los protagonizan. Ni mucho menos. Creo que las cosas suceden sobre todo por una serie concurrente de causas objetivas, pero también influye en la Historia la psicología de sus actores principales. Unas veces más y otras veces menos.
El conflicto de Cataluña y sus últimos engorros –últimos de momento– es de los que más se desarrollan en función de lo personal, como escribí ayer. Piensen qué habría pasado con la ley de amnistía embarrancada si el líder de los negociadores independentistas hubiera sido Oriol Junqueras en lugar de Carles Puigdemont. Bueno, no hace falta darle muchas vueltas. Junqueras ya aceptó el indulto, que es mucho menos beneficioso que la amnistía, y se integró en la legalidad constitucional. Y no creo que sea menos independentista que Puigdemont ni haya luchado menos por la independencia de Cataluña. Fue a la cárcel por ella, dio la cara por sus ideas y no huyó en un maletero.
También ha asumido que por sus circunstancias tiene que aceptar a Pere Aragonès al frente de la Generalitat y como candidato a la reelección por encima de su liderazgo natural (el de Junqueras). Porque ERC es un partido. ¿Y Junts? Junts es una secta de fanáticos que siguen ciegamente las órdenes indelegables de un gurú. Puigdemont da consignas variadas pero todas van en la misma dirección: tengo que salvarme yo por encima de todo. Si por los caprichos personales o las anteojeras ideológicas de dos jueces conservadores y prevaricadores resulta que la amnistía libera a todos mis compañeros de rebelión, pero no a mí por aquello de la violencia o los coqueteos con Putin, la amnistía pactada ya no vale. Se necesita otra. Completa, integral, universal. Junqueras no hubiera rechazado la amnistía por motivos personales.
Como en tantas otras cosas, en esto no se diferencia mucho Puigdemont de Sánchez. Ambos disfrazan sus intereses individuales bajo el manto del bien común al que servirían: la libertad del pueblo catalán y su independencia sofocada por España durante tres siglos, y el progreso de los españoles amenazado por la ultraderecha. Ocurre que las nuevas exigencias del lunático de Waterloo chocan frontalmente con los límites que el muy cuerdo de Madrid no podría saltarse aunque quisiera, porque los ponen el Tribunal Constitucional y Europa. Si dependiera de él sería distinto.
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