Muchas gentes, que aún andamos por el mundo, estudiamos bachilleratos que nos permitieron vivir una estupenda juventud en la que no nos privamos de practicar los deportes que más nos apetecieron, aprendimos, unos y otras, a tocar algún instrumento musical –mayormente la guitarra– hicimos interesantes viajes y despachamos un importante número de asignaturas, inclinados a las ciencias, unos y a las letras otros, sin abandonar ninguno, no obstante, la formación humanística en el conocimiento de lenguas clásicas, como el griego o el latín que, lejos de ser realmente lo que algunos llamaban “lenguas muertas”, su aprendizaje fue la forma, el modo de descubrir los cimientos más sólidos y lejanos de nuestra propia cultura occidental, sin abandonar en modo alguno la historia de nuestro país, de nuestro continente, incluso del mundo, la historia de los sistemas filosóficos, del arte universal, incluida la música que, no porque nos exigiesen largas horas de estudio, nos han resultado de enorme utilidad y satisfacción para navegar por los mares de nuestra propia compartida existencia.

Bien poco más tarde, alguien de entre los que constituían el gobierno de este país, determinó que superar aquellos bachilleres parecía excesivo esfuerzo. Y sacaron la tijera de podar esfuerzo y por ende, también, ciertos nichos –que se dice ahora así– del conocimiento. Se fueron, pues, acortando los tiempos dedicados a esas lenguas “muertas”, en la seguridad de que ni Aristóteles ni Virgilio volverían de entre los hace mucho fallecidos para mantener conversación alguna con nosotros. Y hasta llegaron a suprimirse, definitivamente, esas trasnochadísimas lenguas, junto a lo que se podía conocer y estudiar por medio de ellas, como podían ser la historia de la filosofía y el pensamiento y hasta la propia historia porque, al fin y al cabo, ¿a quien le podrían interesar sucesos acaecidos tan antiguamente?

Y así, como el que no quiere que suceda lo que está viviendo y presenciando, fueron rebanando –es un decir– partes muy necesarias para acudir a las fuentes del conocimiento. Dejaron, sí, las matemáticas, la química, la física y las ciencias naturales, algo de geografía humana y eso otros “nuevo” y extraordinariamente útil como es la informática y algunas otras parcelas de las ciencias que no ofrecían peligro de que los jóvenes bachilleres pudiesen pensar por si mismos aquellos asuntos incómodos para los que gobiernan.

Prefirieron, pues, en un país que se decía caminaba por las sendas de la libertad, tener, por el contrario, cuantos más ciudadanos impedidos para pensar por si mismos. Y se erradicó de las aulas toda posibilidad de acceso al humanismo y a cualesquiera sistemas del conocimiento universal. Aunque parece que no se percataron de que el ansia por la libertad y la sapiencia es consustancial al género humano. A Celaá la nombraron embajadora ante el Vaticano a ver si aprendía así algo de teología ¿O no?

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