Existen criaturas cuyo vacío intelectual les puede garantizar la posible pertenencia a gobiernos huérfanos de fuste verdaderamente culto, docto, mostrándose, sin el menor pudor, como auténticos incapaces de garantizar una gestión de brillo y eficacia, que debiera esperarse redundara en claro beneficio de la colectividad nacional a la que se supone deberían saber servir, desde el gobierno del que son llamados a formar parte. Suele esa circunstancia acontecer de modo coral, esto es, que no se viene a presentar como caso aislado o excepción en medio de una numerosa presencia de sabios y experimentados gestores de la “cosa pública”. Muy al contrario, este tipo de (des)Gobiernos surgen, para desgracia de la nación, fruto de la designación de presidentes mediocres pero convencidos de un inexistente desmedido valor personal, aunque en el fondo se saben fáciles de descubrir, razón por la que procuran conformar esos (des)Gobiernos de personajes que, lejos de haber destacado en sus respectivas profesiones, se han producido como personas de medianillos valores y por ende seres cuya dimensión, en casi todos los órdenes, nunca ofrecerá la posibilidad de ensombrecer la figura mediocre, trivial e intelectualmente casi insignificante, que es la que suelen tener los presidentes que ese tipo de (des)Gobiernos conforman, asegurándose así que ninguno de sus ministros destacará nunca por encima del mismo presidente sino que estarán, como mucho, enrasados en estatura de gestión y pensamiento.

Estas cosas que dejo dichas –o mejor, escritas– vienen al caso de la ocurrencia del actual ministro de Cultura, Ernest Urtasun, que debiendo de ser muy conocido en su casa a la hora de comer, se nos antoja ha ideado una lamentable argucia con la que está logrando una cierta –y triste al tiempo– notoriedad, por su manifiesta incapacidad para gestionar con eficacia y alguna brillantez los asuntos culturales que competen al ministerio que –lamentablemente para la nación– le han encomendado: dice el figura que es menester realizar “un proceso de revisión” de las colecciones de museos estatales para “superar un marco colonial anclado en inercias de género o etnocéntricas”, ¡ahí es nada la elocuencia! Esta ocurrencia del sabio exige, a su alicorto juicio, la retirada de aquellas piezas museísticas que, independientemente de su contexto cultural, hoy en día puedan suponer –según su docta y documentada opinión– una ofensa para cualquier colectivo, abonando, con esta sagaz interpretación la llamada “leyenda negra” que británicos y holandeses inventaron respecto del Descubrimiento de América y posterior incorporación de aquellos territorios a la Corona española, en igualdad de derechos a los habitantes de la península.

Con (des)Gobiernos y ministros de esta talla, la cultura en España no necesita enemigos inteligentes. ¿O no?

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