En la noche del parque, entre curvas desconocidas y transiciones de luna, vienen olores que activan una memoria de huertas imparciales, de árboles sitiados y felices, de tierra en la ecuación de los veranos, y la noche es un acorde en la electricidad del aroma, ya en las horas que casi son mañana, en ese letargo de las oscuridades que significan, que interrogan, que aúllan su condición de misterio en el impostergable dolor de su música. En la noche del parque, en el parque de la noche, donde el día escapa de los coroneles, donde saben las hojas la dimensión de un olvido, entre luces incapaces y apremios de luna vienen sonidos que son una equidistancia de tiempos vivos, soñados, remotos y ambiguos, como una densidad de edades conjeturadas en la epidermis del murmullo, una memoria de huerta andaluza, su gemido y su perfume, y la noche es una fuga de verbos y bañadores en un espacio inédito de lápices, cóncavo de risa y fértil de grillos sacerdotales.

Así un paseo de espacios se convierte en un extravío de tiempos, con esa ponderación secreta de los recorridos que se malversan o de los vértigos que se alivian, cerrar los ojos en la noche del parque es casi un imperativo, una necesidad, una elección moral, para que venga el verano de los años de la estirpe con su luna rota, sus barnices verdes y la sangre en la rodilla. Así el día termina como en una ficción de orfandades, como en una virginidad de levedad y onirismo, en esa ceremonia letal del delirio que consiste en mirar hacia dentro.

Y combaten la realidad visionaria y la imaginación protectora como si los duendes ya supieran el resultado, y los perros hacen su oración sumisa y sanadora (los perros del verano están locos o muertos) y las ramas denuncian una invasión de gárgolas seculares y todo parece que ya ha sucedido y en una laguna del cielo se dibuja un contorno difícil y soberano como una fruta de sexo y mentira, como un asfalto para inquisidores, como un amor sin noticia de gargantas, como un vapor de sudores aliados en Dunkerque.

En la noche del parque, nortes de la ciudad, el día muere sin resolver su pecado ni su lirismo, cada día termina a medio terminar (también cada vida), y hay como un cónclave de mendigos que se recrean en los márgenes de la fábula. Pero está el olor, el sonido, la tierra, los árboles, el cielo y sus dioses errantes, la luna y su gramática de espera, el licor de lo que fuimos, la razón de lo que somos.

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