La SEPI 2.0.

El proyecto de empresa pública de tenencia tecnológica es oportuno y alentador

En la historia económica española desde la muerte de Franco sucedió que buena parte de la apertura al exterior y del abatimiento de los últimos muros autárquicos erigidos por el aislamiento internacional de la Dictadura estaba hecha, después de años de guerra fratricida y cruenta, y de otros más de duro camino por el páramo de la posguerra y el ajuste de cuentas. El régimen había transitado, sin prisas y con censura puritana, al cosmos exterior, al seiscientos –nuestro FORD-T, cincuenta años después–, al veraneo y al pop, rasgos socioeconómicos que hoy diríamos “disruptivos”. Una revolución motor Perkins y católica, de carné de familia numerosa lleno de hijos e hijas, conducida por los tecnócratas, el turismo, el desarrollismo industrial y la estabilidad –el empleado era intocable–, más el buen precio de la mano de obra de una clase media aceleradamente estudiada y una masa obrera con mejorada cualificación y capacidad de trabajo ofrecían a los inversores privados nacionales o foráneos. Las bases militares estadounidenses también fueron una variable de empuje occidentalista, un fielato hacia “el mercado” y clave para el crecimiento de una economía mixta, en la que el Estado, sobre todo por la vía de la empresa pública de tenencia de activos industriales (la SEPI), controlaba por su mano directa una gran parte del PIB productivo y del empleo nacional.

Al poco de la más transicional de las etapas de la Transición –la que gobernó UCD–, sucedieron prodigios históricos: la entrada en la OTAN –mucho más que Defensa e imperialismo yanqui–, el acuerdo de adhesión a Europa (CEE) y la reconversión industrial, un traumático desmontaje de buena parte de la mencionada industria nacional: industria manufacturera varia, astilleros, minería y hasta banca se amortizaron, mientras en otros sectores fueron privatizados grandes paquetes públicos. En este empeño, las postrimerías transicionales, PSOE y PP se cedieron el testigo, si es que no fueron al alimón. Lo moderno era un Estado casi inexistente en lo productivo: quedaba para las políticas monetaria y fiscal y para defenderse del terrorismo vasco desalmado, ese germen criminal de las actuales reconciliaciones intraibéricas, oh gran paradoja de los tiempos. Lo moderno fue reconvertir –demoler por poco competitivo– sectores estratégicos cuyo ciclo estaba en entredicho, para después –ultramoderno– vender, como si nos quemaran, a las joyas de la Corona, que ya era tal y de ahí la mayúscula (por cierto, el papel de la Corona fue mayúsculo en toda esta historia, igual que la figura de Juan Carlos I, hoy caído en desgracia por su propio pie y los empujones de perfidias ajenas). En la privatización se relevaron González, Aznar y el propio Zapatero. Se vendieron chicharros–para alguien no los serían–, pero también activos productivos de gran valor futuro; un futuro ya no público, sino privado. Hablamos de electricidad, petróleo, telefonía, banca, tabaco e incluso informática originaria (Indra). Curiosamente, esas salidas a Bolsa eran deseadas como oro molido –no es mala la metáfora: oro, y molido–. O sea, no valían para todos, sí para el capitalismo popular y/o los grandes inversores. “No tiene ningún sentido que el Estado sea dueño de empresas”, dijo Rodrigo Rato, un ministro central en este proceso.

Hoy, la gran eléctrica española Endesa es de una empresa pública italiana. Y Movistar está en el punto de mira de los fondos soberanos que pescan a lo largo del planeta –publiquísimos también: chinos, noruegos, árabes– Por eso el Estado, para parar una participación de excesivo control árabe en Movistar, de la mano del Gobierno y de su ministro Escrivá promueve una nueva SEPI, de naturaleza en esencia tecnológica, que llamaremos Sociedad Española de Transformación Tecnológica (SETT). Sin duda, seguiremos informando. (Primer y humilde juicio: dedo hacia arriba y conato de aplausos).

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