Menudo curso de incertidumbre y llamas
No reina el espléndido
el poliedro
Las comunidades de propietarios son un laboratrio social de primer orden
El éxito histórico de la serie de televisión Aquí no hay quien viva, y de su secuela La que se avecina, radica en hacer sarcasmo de una realidad cotidiana y doméstica en la que cada personaje es tipificado, es decir, predecible y tópico. La vida misma: somos individuos, seres indivisos y distintos de otros, o así nos sentimos... pero inexorablemente el marketing y su segmentación nos demuestran que nos comportamos de forma pronosticable, como tribus consumidoras, según variables demográficas de edad, gustos, renta u otras. Añádase a esto la habitual desprotección de nuestros rastros de todo tipo, desde los registros de compra con tarjeta hasta la infinita información que nuestros celulares proveen a desconocidos. El teléfono es nuestro cerebro más despierto y nuestro segundo corazón, un corazón compartido con máquinas omnipotentes. O sea, no somos nadie, pero –por enfocar– en una comunidad de propietarios creemos ser alguien importante: cabe conjeturar que cuanto más pejiguera es una persona en su vecindario, mayor inquietud exhala a lo largo y ancho de las “zonas comunes”. El saldo del toma y daca en C/Desengaño lo usufructúa mayormente el pejiguera (RAE: “Fastidioso, latoso o excesivamente exigente”).
Morar en una vivienda con semejantes arriba, abajo y al lado conlleva activos y pasivos. Es un deseable activo, porque quien tiene un buen vecindario tiene un tesoro... pero éste puede ser radiactivo. Es más seguro vivir con un vecino cerca que habitar en una isla de náufrago (salvo, claro, que el vecino sea un canalla, un salvaje, un loco con pintas en el lomo). A la derecha, en el pasivo, el prójimo te resta libertad, porque los convecinos suelen tener intereses que, tarde o temprano, divergen. El binomio libertad/seguridad consta de dos factores que son trasladables a la política y sus leyes: ¿cuál es, sólo por ejemplo, la proporción perfecta de policías por habitante? Lo confieso, firmaría más de los que hay. Uno se consuela, diciéndose: “Convertirte en conservador es en esencia tener más cosas que conservar, o proteger”. A la postre, tristemente, ¿qué otra cosa tenemos que esté en nuestra mano conservar, si no una casa con escritura de propiedad? No hay otra: debemos ser indulgentes con los defectos que atribuimos al prójimo, al prójimo comunero, y sobrellevarlos. Cabe aplicarse la recíproca: tu parte alícuota de pejiguera existe. Y practicar la contención todo lo posible. Viví en un pequeño barrio intoxicado por una señora de malos modos y peor pensar. Hacía de la gresca y la protesta una forma de terapia relacional... y económica: echaba su basurilla interior en la pechera de sus semejantes. La socialización de tus problemas privados es como la internacionalización bélica de Putin, pero de andar por casa. “Mis problemas son tuyos”.
Los dos prototipos polarizados en una comunidad recuerdan aquel dicho: “No hay nada más distinto que dos hermanos”; valga hermanos por vecinos, gentes con propiedades en la misma “división horizontal”. El primer perfil extremo es normativo o burocrático, las constancias documentales de mayor o menor veracidad le dan coraza, tiene fina memoria, es leguleyo; si tiene posibles, sus abogados mueven al temor. El polo opuesto es pragmático, orgánico hasta el atajo, reluctante por naturaleza a las reuniones, no dotado para la auditoría con visera y maguito. El primero es poco comunitario, aunque aparente serlo; el segundo tampoco lo es, es un fisiócrata de piso que practica un sucedáneo del “laissez faire, laissez passer” (“dejar hacer, dejar pasar”, y prosigue Gournay (siglo XVIII): “el mundo va por su propio pie”). En esa dialéctica, en un reparto firmado ante notario, reinará, con el tiempo, el primero. Y cuanto más grande la cosa común, más impera el burócrata.
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