Humanidades en la Medicina
Rafael Recio Barba
Neuropolítica: Las razones de la sinrazón
Historia
Apenas habían pasado dos meses de aquel 2 de mayo de 1808, día en el que estalló la Guerra de la Independencia. También conocida como la francesada, fue un conflicto bélico que tuvo lugar entre 1808 y 1814 en el contexto de las guerras napoleónicas, que enfrentó a España, Reino Unido y Portugal con el imperio francés, que pretendía poner en el trono de España al hermano de Napoleón, José Bonaparte, tras las abdicaciones de Bayona.
Apenas habían pasado dos meses cuando, tras la Batalla de Alcolea -la primera batalla campal en Andalucía entre un ejército español más o menos organizado y las fuerzas galas-, el general francés Pierre-Antoine Dupont no se molestó en llamar a las puertas de las murallas de Córdoba. Prefirió abrirlas a cañonazos. A las 14:00 de aquel 13 de junio de 1808, miles de soldados del ejército imperial de Napoleón se apostaban en la Cuesta de la Pólvora y en los alrededores de la Puerta Nueva. Venían manchados de barro, sangre y fuego. Hacía un par de horas escasas que habían vencido y puesto en fuga a un improvisado ejército de 20.000 cordobeses que intentaron defender su ciudad en el Puente de Alcolea. En sus caras se reflejaba el deseo de venganza y, sobre todo, de rapiña.
Córdoba estaba indefensa. Los soldados y milicianos huían despavoridos a la frondosidad de la sierra o al cobijo de los cortijos de las sevillanas Écija y Carmona por el Puente Romano y por la Puerta Osario. Mientras, una comisión municipal intentaba negociar la rendición de la ciudad. Pero antes de escuchar nada, Dupont y su caballo escalaban los escombros de Puerta Nueva, resquebrajada a golpe de cañón.
Córdoba ya era Francia. La ciudad iba a sufrir un clima intenso de pánico y terror con asesinatos, robos y violaciones por parte de las tropas francesas. La razón o excusa para tal acción, fue un tiro fallido que el juez de paz de la Santa Hermandad Pedro Moreno realizó desde el tejado del número 2 de la actual calle Alfonso XII -entonces Borja Pavón- dirigido al general Dupont, cuyo caballo murió abatido por otro de los tiros del juez de paz. Con el apoyo de la artillería, las tropas galas asaltaron iglesias, conventos y casas, robando todo tipo de carros, vehículos, caballos y dinero, entre otros bienes.
Según el relato de Miguel Ángel Ortí Belmonte, en su monográfico Córdoba durante la guerra de la Independencia, publicado en 1924, "la casa de Moreno fue tomada por asalto, después de una heroica lucha en la que murieron varios de sus asaltantes. El juez, su mujer, su hija y todos los habitantes de la casa fueron acuchillados, salvándose sólo una nieta de corta edad que un soldado sacó enganchada por la ropa en la bayoneta". "Dupont, sin contener un ápice su ira, ordenó que se tocase a rebato y que no se respetase ni a los ancianos, ni a las mujeres ni a los niños. Comenzó el saqueo de Córdoba, en el que durante tres días de desafuero y descontrol no quedó casa sin ultrajar ni mujer sin violar, según los testimonios del suceso", insiste Ortí Belmonte en su relato.
Los 10.000 franceses se dispersaron por toda la ciudad, derribando puertas y matando a todo aquel que se le ponía por delante. Mientras, los 40.000 cordobeses gritaban horrorizados, corrían a esconder lo poco que podían y a intentar ocultar a sus mujeres e hijas. Los más valientes se enfrentaban a los soldados. Un par de militares del regimiento del Príncipe consiguieron contener a una turba de franceses en la Puerta del Puente. Duraron minutos y murieron cosidos a bayonetazos.
El ejército francés se ensañó especialmente con las iglesias y los conventos, sobre todo los femeninos, como el convento del Carmen, el convento de San Juan de Dios o el convento de los Terceros, donde se produjeron numerosas violaciones y saqueos de las imágenes. El primer templo en ser ultrajado fue el Santuario de la Fuensanta. Entre gritos y entre el horror de decenas de feligreses, la soldadesca napoleónica destrozó la imagen de la Virgen y se llevó hasta los copones del vino sagrado. El Santuario fue reconvertido en lupanar durante el saqueo. La Mezquita-Catedral fue despojada. Desaparecieron las dos coronas de oro de la Virgen de Villaviciosa. El Palacio Episcopal también fue saqueado. Los soldados se llevaron todos sus fondos, la plata de mesa, el báculo, los pectorales, los candelabros y todo el vestuario necesario para el obispo.
Del saqueo no se salvó ni el obispo, que tuvo que saltar la tapia del Palacio Episcopal para refugiarse en la finca aledaña. A pesar de ello, "fue alcanzado y pisoteado", según el relato de Ortí Belmonte. No se respetó nada ni a nadie. Los soldados violaron a las monjas en el interior de sus propias celdas. "Las hijas eran ultrajadas en presencia de padres y hermanos, y las esposas delante de sus maridos e hijos", añade el autor.
El saqueo de Córdoba por parte de las tropas napoleónicas también trajo consigo un importantísimo robo de dinero, como en el Palacio de Viana, donde se apoderaron de 80.000 reales, o en el Palacio Episcopal, de 100 000. Tamaña fue la recaudación, que los franceses desistieron de imponer ningún tipo de impuesto de guerra a la población cordobesa. Según recoge Ramírez de las Casas Deza en su obra Anales de Córdoba, sólo entre el equipaje del general Dupont constaban cinco millones de reales -la mitad del presupuesto del Ayuntamiento de la época-, 11 kilos de perlas y un pectoral del obispo de Jaén. De las Casas Consistoriales, los franceses sacaron diez millones de reales y otros dos millones y medio más del Palacio Episcopal. En total, el ejército de Napoleón necesitó más de 800 carros para portar el enorme botín de todo lo saqueado en Córdoba.
También se apoderaron de "toda clase de pertrechos de guerra", de vituallas y de caballos, "no dejando en la ciudad ni siquiera el del timbalero", explica Ortí Belmonte. El vino también fue objeto de pillaje. Armados con hachas, algunos soldados irrumpieron en las bodegas con tal fiereza que muchos murieron ahogados cuando el fruto de Baco salió de forma violenta de los toneles. Según un informe del interventor del Ayuntamiento de Córdoba, durante el saqueo de la ciudad los franceses se bebieron 1.100 arrobas de vino y aguardiente de las tabernas oficiales de Córdoba, es decir, cerca de dos litros por cabeza. Borrachos de alcohol y codicia, no es difícil imaginar la imagen que relató Ramírez de las Casas Deza: "Las familias, casi sin comunicación, se hallaban consternadas al padecer y oír tantas violencias y horrores. Por todas partes no se veía más que franceses llevando reses muertas y cuartos de carne, cubas y cántaros de vino, sacando más de lo necesario...".
No fue hasta el cuarto día de la dominación francesa cuando unas cuantas compañías militares comenzaron a "restablecer el orden entre los cuerpos del ejército que estaban sumergidos en la embriaguez, la lascivia y los excesos más desenfrenados". Pero a ese cuarto le sucedió un quinto día, un sexto, un séptimo, un octavo y hasta un noveno. Mientras tanto, la localidad jiennense de Andújar se había levantado en armas, en Sierra Morena los bandoleros aniquilaban una a una todas las patrullas francesas que se encontraban y el general Castaños partía con un ejército más ordenado contra el invasor francés.
Las tropas imperiales abandonaron la ciudad el día 16 de junio de 1808 -día entonces del Corpus- tras conocer la capitulación de la Armada francesa en la bahía de Cádiz, así como de la formación del ejército de Andalucía, comandado por el general Castaños que, con el apoyo de tropas del general Reding, se dirigía hacia el valle del Guadalquivir. Siete días más tarde, el general Castaños entró en Córdoba, donde comenzó a preparar la batalla que le enfrentaría al Ejército Imperial en los días siguientes, conocida como Batalla de Bailén. La derrota francesa en la batalla naval de la Poza de Santa Isabel, así como la consolidación de un ejército español bajo el mando del general Castaños acabó por hacer huir a los franceses de la ciudad. Finalmente, Castaños entraría en Córdoba el 23 de junio de 1808.
Una ciudad exhausta, abatida y desolada. Éste fue el panorama que se encontró el general Castaños cuando entró en Córdoba para convertirla en sede del cuartel general del ejército español en Andalucía. Una semana antes, la ciudad había sido abandonada por las tropas francesas del general Dupont y, poco a poco, se intentaba recuperar de los horrores a los que fue sometida y de los que "difícilmente se encontraría un ejemplo igual en la historia" durante el terrible saqueo del ejército napoleónico, según relata un correo enviado a Sevilla por la Junta de Córdoba. Los vecinos andaban todavía enterrando muertos y reparando casas, y los taberneros reponiendo el vino que se habían bebido los descontrolados soldados franceses cuando llegó el general Javier Castaños, que todavía estaba fraguando un ejército -que contaba con el vital apoyo de Inglaterra- y con el que buscaba liberar Andalucía.
Durante esos días de junio no se respiraba otro clima que el de la venganza y el odio a todo lo francés. Tanto odio que dos piconeros no dudaron en matar con sus propias manos a cuatro soldados del ejército de Napoleón que se habían quedado rezagados durante la atropellada huida de Dupont. El horror, el horror de la guerra y el olor de la sangre, volvió a levantar a la ciudad en armas. Regresaron los veteranos de la batalla del Puente de Alcolea, que en el acto se pusieron a las órdenes de Castaños. Volvieron los voluntarios del conde de Valdecañas, sus garrochistas, que acabarían inmortalizados para siempre por su actuación en la batalla de Bailén. El Cabildo de la Catedral aprobó un préstamo de 121.000 reales -poco menos de lo que habían dejado los franceses- para costear este improvisado ejército. Córdoba se la jugó a doble o nada. O Castaños vencía a Dupont y la ciudad quedaba liberada para siempre, o Dupont volvería a Córdoba a saquearla una vez más.
El 6 de julio de 1808, Castaños y su -esta vez sí- preparado ejército dejaron atrás las murallas de Córdoba y surcaban el Guadalquivir para buscar Bailén. Dupont, y el enorme botín arrancado de Córdoba, permanecía en Andújar. Mientras la ciudad esperaba noticias de la batalla, los munícipes de Córdoba buscaban soluciones para aliviar la extenuante situación de las arcas locales. Se inicia un proceso recaudatorio por los pueblos de la provincia (Baena, Espejo, Castro, La Rambla, Montalbán, Santaella, Fernán Núñez, Montemayor y Montilla) para sacar a la ciudad de su apurada situación económica y aliviar los principios de hambruna que comenzaba a padecer la población.
La vida seguía así, entre miseria, principio de hambre, epidemias y escasez hasta que en la madrugada del 19 de julio llegó un mensaje urgente desde Bailén. Castaños había vencido. Por primera vez en la historia, un ejército de Napoleón mordía el polvo y era derrotado. Más de 9.000 franceses habían sido hechos prisioneros y el hermano de Bonaparte y a la sazón rey de España como José I huía hacia el Ebro, donde establecería su defensa.
Según relata el periodista y escritor Francisco Bocero en La derrota, Dupont se preocupó más por proteger los carros del botín que por el desenlace de la batalla. El peso de los objetos saqueados en Córdoba le impidió maniobrar correctamente ante la sorprendente estrategia de Castaños. Tras conocer la noticia de la victoria en Bailén, Córdoba estalló de alegría. Un repique ensordecedor de campanas inundó la ciudad, que durante tres días se entregó con delirio a la celebración de la derrota de los que un mes antes los habían saqueado, violado y vejado.
Pero aún quedaba mucha guerra y mucho dolor por delante. El mismo emperador Napoleón en persona entraría en España. Se prometió no perdonar la afrenta de Bailén. Y lo consiguió. Tras la derrota del último gran ejército español en la batalla de Ocaña, el rey José Bonaparte, deseoso de hacer méritos ante Napoleón y hacer efectivo su reinado en España, ordenó la invasión de Andalucía. El 23 de enero de 1810 el ejército francés ocupa -esta vez sin resistencia-, de nuevo la ciudad bajo el mando del mariscal Claude-Víctor Perrin, permaneciendo Córdoba en poder galo hasta el 4 de septiembre de 1812.
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