Tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

@gutisolis

El niño de Villa Fiorito

En Nápoles, Maradona se convierte en algo más que un jugador de fútbol. El argentino no duda en convertirse en una especie de nuevo mesías

El niño de Villa Fiorito El niño de Villa Fiorito

El niño de Villa Fiorito

Diego Armando Pelusa Maravilla Maradona, me encantaba cuando lo repetía el locutor de turno, en aquellas tardes de radio y fútbol. Y luego tocaba esperar a las repeticiones, o al día siguiente, para tratar de ver la nueva genialidad que había hecho el astro argentino. Mi primer recuerdo de Maradona me traslada al año 1978, el primer Mundial que viví con cierta conciencia, a pesar de aquellas retransmisiones nublosas y fantasmagóricas en las que apenas distinguías la cal de la hierba. Aunque ya había jugado varios partidos con la selección, finalmente el Flaco Menotti decide no convocar a Maradona para el Mundial de Argentina. Mi amigo Pepe me lo contó, muy enfadado, como si fuera argentino, no podía entender que su seleccionador prescindiera del que iba a ser "el mejor jugador del mundo", se atrevió a predecir. Fue tal su entusiasmo, la seguridad, que no dudé en comenzar a seguir a Maradona, a pesar de aquel aspecto de cuarto Chicho o de quinqui que mostraba en sus apariciones. Comprábamos revistas en las que aparecía, de vez en cuando nos ofrecían alguna imagen en la televisión o algún locutor narraba alguna de sus hazañas, pero con difusa lejanía, como si formara parte de otra galaxia.

Hasta el Mundial de España, en 1982, no tuve una conciencia clara y definitiva de Maradona. A pesar de que el papel de su selección no fue muy destacado, el Pelusa dejó sobre la hierba muchas pistas de su talento, capacidad y genialidad. Tras el Mundial, aún más desastroso para nuestra selección, Maradona se quedó en España, en el Barcelona, donde dejó un mucho y un poco de todo lo que llevaba dentro. Sus destacadas actuaciones goleadoras frente al Madrid o Estrella Roja, fueron el pico de un iceberg que se sumergió en aquella funesta final de Copa del Rey en la que acabaron a mamporro limpio, como si se tratase de una parodia celtibérica de una película de Jackie Chan. También de aquella época, la terrible entrada que padeció, y que le mandó al dique seco durante unos cuantos meses.

Y de ahí, a Nápoles. Un periodo de su vida que el cineasta Asif Kapadia recrea con brillantez y precisión en su documental sobre el jugador argentino. El niño regordete y bajito que jugaba en el barro en los arrabales de Villa Fiorito es recibido en un abarrotado estadio como si se tratara de una renovada divinidad romana. Un fichaje que sorprende en el mundo futbolístico, ya que Maradona era pretendido por la práctica totalidad de los equipos europeos de postín, para finalmente decantarse por un club recién ascendido.

En Nápoles, Maradona se convierte en algo más que un jugador de fútbol. Reverenciado y amado, el argentino no duda en convertirse en una especie de nuevo mesías. O algo más, ya que consigue obrar el milagro y hace campeón al Nápoles. Un hecho que debe ser valorado como se merece, porque si estableciéramos alguna analogía es como si un jugador fichara por el Cádiz o el Levante y lograse el campeonato de Liga. Por lo conseguido durante su periodo italiano, así como con la selección de país, donde jugaba rodeado, literalmente, de una banda, no creo que Maradona se merezca algunas de las comparaciones de los últimos años. Y a esto le debemos añadir que a Maradona le pegaron, mucho, muchísimo, y basta ver el documental de Kapadia para comprobarlo. Buena parte de las entradas que padeció serían inconcebibles, afortunadamente, en el fútbol actual. Y a pesar de eso, o por encima de eso, también tengamos en cuenta que no tuvo la vida de un deportista, forjó su leyenda.

Pero no voy a diseccionar la cara B de Maradona, que la tuvo, y casi tan intensa y amplia como la A, pero de la misma manera que la han tenido un buen número de genios, a los que admiramos por su obra sin tener en cuenta los malos tratos y ninguneos a sus esposas, sus adicciones y demás actos reprobables. Una lista interminable, me temo. Son muchos los goles y jugadas que recuerdo y que recupero estos días, y no oculto que me habría encantado verlo vestido de blanco, pero no pudo ser. Contemplarlo jugar tenía algo de fascinación, de recuperar la esencia del fútbol, del patio de colegio, del juego entre niños. Tal vez ese fue su secreto, que nunca dejó de ser el niño que jugaba en el barro en Villa Fiorito, a pesar de la gloria y los éxitos conseguidos.

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