Tribuna

Emilio Jesús Rodríguez

Abogado

La fiera de la campiña

La fiera de la campiña La fiera de la campiña

La fiera de la campiña

A finales de octubre, hemos tenido conocimiento de un relevante descubrimiento arqueológico. En plena campiña cordobesa, en el término municipal de La Rambla, un agricultor, trabajando en sus tierras, halló, a unos sesenta centímetros de profundidad, una escultura zoomorfa. Según las primeras opiniones, se trataba de una leona devorando un carnero. Pese a que no parece discutirse por los expertos situar su origen en la época íbera -entre los siglos V y II a.C.-, algunos ven en esta atrayente figura una agresiva loba. Mas, lo que no parece cuestionable, como decíamos, es su origen íbero. Lo cierto es que este pueblo prerromano produjo ejemplos artísticos tanto de estos felinos (que conocían sólo referencialmente), de los que en la provincia de Córdoba se han encontrado más de veinticinco; como de autóctonos lobos.

Este hallazgo podría formar parte de un notable monumento funerario que, de nuevo, nos habla del rico patrimonio íbero, aún por desenterrar, que esconde la provincia de Córdoba, del que la última pieza más relevante sería el incompleto carro ibérico, de imponente aspecto, exhumado en otro municipio cordobés: Montemayor.

Pero, después de estos momentos de presencia mediática, nos tememos que el olvido ocupará de nuevo su habitual espacio. Quizás, en unos instantes complicados en los que el mundo parece trastornado como nunca, desorientado y perplejo, hablar de nuestro patrimonio arqueológico nos puede hacer sentir como monologuistas que lanzan su discurso a un ausente auditorio. Siempre olvidándonos del carácter pedagógico del pasado, que tantas lecciones nos puede ofrecer.

Ello, no obstante, no es nuevo: tradicionalmente se ha mirado recelosamente a la arqueología que, sin esa imprescindible comprensión de la ciudadanía, corre un riesgo letal. Incluso un precepto de nuestra Constitución, el artículo 46, desde la solemnidad de sus páginas, nos recuerda nuestra obligación como sociedad, apremiando al poder público a garantizar la conservación y promoción del patrimonio histórico, cultural y artístico, aunque con desigual éxito.

Hermoso descubrimiento que sumar a nuestro impresionante patrimonio el que, durante un breve espacio, ha captado nuestra atención. Mas… ¿qué hacer ahora? ¿Colocar en una peana de un museo el hallazgo y presentar ese exotismo para quien quiera visitarlo?

Si una sociedad no conoce, entiende ni percibe algo como propio, es imposible demandarle su respeto, apoyo y defensa. Es lo que se ha llamado la socialización del patrimonio. El conocimiento no puede acabar en los hoy autistas espacios de la comunidad científica. Tiene que salir a la calle, a la escuela, a los medios de comunicación, buscando a sus verdaderos destinatarios. En ello tienen mucho que aportar los arqueólogos. Deben incorporar a su trabajo el hacer llegar a la sociedad, acomodando a los registros del receptor, su conocimiento. Los recursos tecnológicos actuales ayudan a ello. Los arqueólogos me parecen los mejores profesionales para convencer a la sociedad, en la que desarrollan ese imprescindible trabajo, de su capital importancia, desplegando toda su capacidad de persuasión porque, entre sus tareas, no es esta una labor menor.

Ocupar hoy el solar en el que tantos otros se instalaron durante siglos, nutriendo un patrimonio simpar que nos es dado en usufructo y que nos hace, en un mundo global, perfectamente diferenciables, nos inclina, lamentablemente, a la "rutina de la piedra". Eso que siempre está ahí, que miramos sin verlo y que es una ignorada puerta hacia el pasado. Otras sociedades, con una "historia oficial" breve, despachan su patrimonio arqueológico en sucintos espacios y magros estudios y se asoman, quizás, a cada descubrimiento con un excitado entusiasmo, distante a la generalizada indolencia con la que nuestro país contempla los numerosos hallazgos y también los incontables desmanes en su gestión.

La sociedad moderna vive en una continua sucesión de acontecimientos y el tiempo aparenta contraerse. Mientras, parecen diluirse las nociones del antes y el después. El patrimonio nos ofrece una vivificante sensación de continuidad en el tiempo. No es sólo -que ya sería mucho- la contribución al refuerzo de los mecanismos identitarios, al conocimiento del pasado o al esparcimiento intelectual o estético, sino la posibilidad de rentabilización económica, paralela a la cultural. Si no deja de ser algo prescindible en la percepción colectiva, y más en momentos de zozobra como los que vivimos, pasará a integrar las desoladas filas de la insignificancia. Deberíamos escuchar a nuestra fiera cordobesa y, con ella, al resto de las muestras de nuestro patrimonio común cuando, calladamente, apelan a nuestra sensatez. Séneca nos advirtió de que la vida más breve y más llena de inquietudes es la de aquellos que olvidan el pasado, miran con indiferencia el presente y temen el futuro.

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