Tribuna

Emilio Jesús Rodríguez

Abogado

Transformación o caos

Transformación o caos Transformación o caos

Transformación o caos

Una incertidumbre generalizada tintaba nuestros pensamientos y conversaciones cuando iniciábamos, expectantes, este verano imprevisto. El miedo animal, escolta común durante meses, decidió afincarse luciendo diferentes atavíos, dependiendo de nuestra edad, información o creencias. Antes de que la maldita pandemia nos descubriera su horrible rostro, ya estábamos abocados a nuevos contextos comunes que, sin duda, en un ejercicio de procrastinación colectiva, esta sociedad ignoraba y pretendía negar. Las crisis económicas, la revolución tecnológica, la transformación digital o la globalización empezaban a cimbrear nuestras estructuras, y, seguramente ahora, ese helado estremecimiento inexplicable exacerbará la gran sacudida, obligando a apencar, se quiera o no, con esa verdad.

Albergamos, aunque sea de una manera primaria, una imagen, quizás desvaída, de nuestra sociedad ideal, de nuestra conexión individual y colectiva con la organización social. Pensamos un Estado con el que nos relacionamos a través de una Administración Pública e ideamos la forma de esa interrelación. Mas no es posible diseñar estructuras ni proyectos en el aire sin contar con el medio en el que coexistimos, la realidad contextual y las disponibilidades.

Entre los sujetos afectados por esos vientos del cambio está la Administración Pública. La estructura organizacional que articula el funcionamiento de la sociedad civil. Lo que algunos llaman un mal necesario, que despliega, con diferentes rostros, un ejército desigual y extenso de empleados que integran el criticado sector público. Pensar hoy, salvo radicales profesiones de fe proudhonianas o ultraliberales, en la prescindibilidad de la Administración Pública, es propósito impracticable. Ahora bien, reclamar que aquella dé respuesta a las necesidades de los ciudadanos y se adapte a un mundo cambiante es una exigencia innegociable.

Hoy, el actual modelo es insostenible. Y podremos vestir a nuestra Administración como a Rocinante. Con túnica de bocací a modo de repostero, con llamativos colores que oculten la realidad subyacente. Pero seguirá siendo el mismo jumento. Es más, es tan imperativo el cambio, que no abordarlo puede situarnos en un marco de retroceso tan grave que aspiraciones aparentemente consolidadas para la ciudadanía tras años de conquistas sociales se vean arrojadas al sumidero, trayendo en pleno siglo XXI realidades que hoy creemos superadas. En momentos de crisis y con recursos económicos escasos, la eficiencia es mucho más que una exigencia, deviene en una necesidad vital.

Los empleados públicos no son un colectivo uniforme. En sus filas se integran ámbitos de actuación de la Administración Pública muy diferentes: sanidad, justicia, enseñanza, ejército, fuerzas de seguridad, servicios sociales… Y ningún entorno funcional podrá ser ajeno a las transformaciones que vendrán. Pero esa extensísima tropa de empleados dedicados a las tareas burocráticas, que son seguramente los que el ciudadano identifica de manera inmediata con lo público, ha de ser analizada y reconsiderada a la luz de las nuevas circunstancias.

La inaplazable Administración digital que habrá de incorporar las innovaciones tecnológicas, la adaptación de nuevos perfiles profesionales, la redefinición de funciones con un constante proceso formativo de adquisición de competencias acordes con las necesidades y demandas de la sociedad, la innovación en la forma de prestar los servicios desde la transparencia y la búsqueda de nuevas formas de financiación de los mismos o la mutación de unas estructuras concebidas en su mayor parte en el siglo XIX, son tareas que convendría empezar a ejecutar para conjurar riesgos que amenacen estructuras vitales.

En ese empeño es indispensable contar con un amplísimo consenso, que supere trincheras ideológicas y partidarias, que implique una transformación posibilitadora de una revisión integral, estratégica y profunda de nuestra cultura de la gestión pública, que permita revisar la forma de ordenar los recursos humanos, propiciando su mejor utilización mediante fórmulas como la movilidad interadministrativa, misión inalcanzable sin el desarrollo de un proyecto ambicioso en que todas las administraciones públicas puedan tener voz, sin olvidar a las entidades locales, las más cercanas al ciudadano, al que habría de preceder un ejercicio voluntario de reflexión de los sindicatos sobre su papel en esas organizaciones públicas del futuro. Es tan preciso el cambio que no se puede hablar de reforma sino de revolución.

No podemos consentir la pervivencia de esa dualidad de la "España oficial" y la "España vital" de las que nos hablaba Ortega y Gasset. Ojalá no estemos ante un sujeto demasiado anquilosado para transformarse ni demasiado desencantado como para dejarse entusiasmar.

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