La pica en Flandes

Francisco Javier Domínguez /

rafaelito lagartijo

24 de febrero 2013 - 01:00

E pedazos de historia que mueren de forma discreta y se llevan consigo parte de la esencia de una ciudad como Córdoba. Recientemente nos ha dejado Rafael Soria Molina Lagartijo, más conocido como Rafaelito Lagartijo, y su fallecimiento arranca del archivo de la ciudad unas pocas hojas de las que sirven para construir una imagen, un pasado, una leyenda, una iconografía. Sobrino de Manolete y entroncado con la raíz de la torería cordobesa, Rafael Soria vivió la tragedia de Linares y aquello marcó su vida porque durante décadas Córdoba fue, en buena parte, la memoria de Manolete y la de los toreros que le precedieron. Pueden gustar o no los toros, pero Córdoba ha sonado tanto por sus toreros como por sus califas y no es cuestión ahora de tirar de argumentos rancios porque hablamos de hechos objetivos, de imágenes clavadas en el tiempo de las tabernas, de las calles, de los bustos, de la poesía de tantos y tantos que cantaron en verso a quienes dieron sus primeros pasos en un barrio de esta ciudad y luego llevaron su nombre por todo el mundo. Manolete es hoy menos memoria tras la muerte de Lagartijo, fiel depósitario durante su vida de las enseñanzas y de la sobria filosofía de su tío. Así era él, Rafaelito, un hombre sobrio. Si existe una forma pura de ser cordobés Rafael Soria la representaba a las mil maravillas.

Coincidí con él muchas veces, por El Barril, en Los Califas, en encuentros taurinos, y siempre manejaba el lenguaje de la Fiesta con templanza y, aunque como torero no consiguió ser la figura que muchos aventuraban, destilaba torería, un término ideal para definir a aquellos que, como los cantaores flamencos, arrastran en su personalidad esa pizca de amargura que tiene la cruz de las pasiones mediterráneas. De la felicidad, del éxtasis frente al toro al fracaso sólo media un paso y eso se refleja en el rostro de los toreros, siempre serios, siempre frágiles pese a la totémica adoración que surge hacia ellos por ser capaces de vencer a la fiera. Con la torería de Lagartijo perdemos una forma de ser y de sentir muy singular, una parte clave de la leyenda de Manolete, cuyo recuerdo siempre flotaba en las conversaciones que emprendía hablando de toros. Llevaba con orgullo aquello de ser el decano de los matadores de toros cordobeses y nunca olvidaré su impecable facha con el pañuelito blanco asomando perfectamente doblado por el bolsillo superior de la americana. Descanse en paz junto a todas las leyendas que se pierden y que son legajos del archivo más auténtico de la ciudad, el que construyen sus gentes.

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