LA abdicación del Rey de España en favor de su hijo Felipe, heredero legítimo de la Corona, es un acontecimiento extraordinario que, a la vez, debe contemplarse como un ejercicio de normalidad institucional plenamente integrado en el sistema democrático vigente desde la Constitución de 1978. Don Juan Carlos ha sido el gran artífice de la democracia en España, el régimen que mayor progreso y libertad ha proporcionado a los españoles. Designado por el régimen franquista, el Rey ha conquistado plenamente la legitimidad de ejercicio durante su largo reinado, y especialmente en los momentos más dramáticos de este largo periodo, como fue la Transición misma, cuando renunció a los poderes dictatoriales que Franco le había otorgado, y en los acontecimientos del 23-F de 1981, cuando tuvo una actuación decisiva para abortar el golpe militar que pretendía la marcha atrás en la historia contemporánea de España. Durante los últimos años, no obstante, el Monarca no ha sido ajeno al deterioro de las instituciones del país por la crisis, la corrupción y la desafección ciudadana, sufriendo las consecuencias de la conducta de su yerno, Iñaki Urdangarín, sus propios errores, reconocidos ante los españoles, y el desgaste de su estado de salud. Este conjunto de factores explican que el Jefe del Estado hubiera adoptado, ya en enero de este año, la decisión de abdicar el trono, aunque la comunicación oficial se produjo ayer, poniéndose en marcha los mecanismos constitucionales previstos para la sucesión, pese a que no se había desarrollado la ley orgánica que la Carta Magna prevé para la abdicación. No será ningún obstáculo, puesto que más del 80% del Congreso respalda la operación sucesoria tal y como regula la Constitución. Felipe de Borbón, que reinará con el nombre de Felipe VI, habrá de someterse a la ratificación por las Cortes, sin que quepa ninguna modificación del sistema institucional y el equilibrio de poderes que no sean los estipulados en la propia Constitución. Don Felipe, al que el Rey encomendó ayer todo el protagonismo que pretende asignar a las nuevas generaciones de españoles, tiene ante sí una enorme y apasionante tarea: impulsar desde la cúspide del Estado la regeneración de las instituciones, ayudar a la recuperación económica y la cohesión social, reforzar la marca España en la escena internacional y relegitimar la monarquía democrática con un ejercicio tan sensato, generoso y responsable como el que ha encarnado su padre. Felipe de Borbón se ha preparado a conciencia para conseguirlo y ser un Rey al servicio de los españoles del siglo XXI. Es su hora de la verdad. Un episodio ciertamente extraordinario que entra dentro de la normalidad democrática.

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