Reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre

La distancia de seguridad

LA distancia se acorta, se retuerce, es distancia tránsfuga y perdida antes de soltar el volantazo. Según la Dirección General de Tráfico, la mitad de los accidentes en carretera se debe a la vulneración de la distancia mínima de seguridad, que es una presión fibrosa y dura, una deflagración en carretera. Les habrá ocurrido alguna vez: uno va en su línea, y en su velocidad y en su carril, y de pronto aparece por detrás un coche con ganas de embestir, un conductor cornúpeto, un ansia de asfalto y de neumáticos quemados por el freno. Insisten, y se acercan, tratan de presionar para que uno vaya más deprisa y acelere, y es entonces, siempre que se ceda a este chantaje turbio y momentáneo, cuando en cualquier curva, o en cualquier despiste, o en cualquier accidente inapreciable, al no haber distancia suficiente para la rectificación definitiva, tampoco queda tiempo para hacerla, y entonces sobreviene el accidente, la muerte y la estulticia de una tragedia de lo más irascible, de decenas de accidentes que podrían haberse evitado, de unos cuantos cientos de muertes que se podrían haber evitado, y no se ha hecho por la velocidad homicida de unos tontos.

Que haya tantas muertes, tantos años, porque la mitad de los conductores españoles son unos animales al volante, es una tristeza y sobre todo es una indignación. Imaginen si en la cola del cine, o de un concierto, el tipo que tuviéramos detrás comenzara a empujar con insistencia, clavándonos las manos entre los omóplatos, instándonos así a continuar, a avanzar instando al de delante, obligándonos así a empujar también nosotros al tipo de delante o a girarnos y soltar un empellón. La violencia siempre es una mala solución, pero al menos, en algunas ocasiones, es una solución. Esta gente imbécil que causa la mitad de las muertes españolas en la carretera representa, en esencia, a la mitad de los conductores, que en esencia también podrían representar a la mitad de la población adulta. Vivimos, esto es, en un país de zoquetes, de borricos, con una turbación indirecta o directa, que según, hacia el homicidio involuntario, o voluntario, que según también. Si partimos de la base de este dato cierto, la causa tremebunda de la mitad de los accidentes en nuestras carreteras, y también de que todo el mundo que se amarra al volante sabe perfectamente cuál es la distancia necesaria, se podría hasta exigir responsabilidades penales más potentes: lo involuntario, aquí, ¿dónde termina? Esta prisa voraz por llegar con dureza a ningún sitio, esta impotencia machista del volante, esta frustración a la que Freud encontraría razones evidentes, hace que cualquier imprevisto surgido en carretera, un despiste mínimo, pueda convertirse en un revólver que apunta hacia el azar de cualquier nuca, mientras las cervicales se resienten y nos vuelven muñecos inválidos de trapo.

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