Palabras prestadas

Pablo García Casado / Www.casadosolis.com

Volver a casa

VOLVER. No con la frente marchita, pero sí con la mochila repleta de experiencias. Salí de esta ciudad buscando oxígeno y fuentes de alimentación, y encontré un lugar donde nadie saluda a nadie, un lugar ajeno y sin raíces en el extrarradio dormitorio que circunda Sevilla. Creo que en ese tiempo fui feliz, porque logré el silencio que necesitaba para pensar, para mirar otra vez las cosas con la distancia necesaria. Superé la frontera de los treinta, firmé una hipoteca y me hice un escudo de anonimato salpicado por estas líneas que tengo el placer de compartir con los lectores de los sábados.

Ahora, casi seis años después, regreso a la que fue y sigue siendo mi ciudad. Vuelvo a casa de mis padres, a mi cuarto de joven adolescente, con los ojos ardiendo como faros. Vuelvo para trabajar en un lugar que fue mi segunda casa, que inundó mi iconografía, que cambió para siempre mi manera de mirar. Ahora ya no sólo para sentarme en la butaca, ahora es para subir por las mañanas a la oficina, atender al teléfono, hablar con mis nuevos compañeros de trabajo. Ya no soy el mismo. Lo revela el espejo donde me afeité por primera vez. El cuarto donde dormía mi hermano, cuya cama ocupa mi hijo mayor. Me siento en la mesa de la cocina y los gestos enérgicos de mi padre y de mi madre son idénticos a los de hace veinte años. Ahora son felices porque han reunido a una de las tres ramas que parecían desgajadas, y de la cual cuelgan sus dos únicos nietos. Son felices, lo noto en el rostro, y sólo por esa felicidad merecía la pena volver.

En estas primeras horas, casi todo son parabienes. Todos se alegran de tu regreso. He mantenido mucho contacto con los amigos, con los que sólo una mirada, un gesto, un mensaje breve al móvil es suficiente para retomar lo que nunca se acabó. Con otros tendré que reconstruir los puentes, volver a recoger la conversación por donde la dejamos, allá por noviembre de 2002. Yo no soy el mismo, y no digo que vengo con cicatrices, pero sí que estos años me han permitido una mirada distinta. He aprendido a darle un tamaño razonable a las miserias colectivas. A apreciar algunas cosas que antes daba por hechas y por sabidas, redes que en el momento en que se deslavazan cuesta mucho trabajo recomponer. Tejidos que deben buscar nuevos hilos y trenzarlos con los ya existentes. No vuelvo con cuentas pendientes, aunque sí con la maleta llena de proyectos. Y, al menos, espero no defraudarme a mí mismo, a las expectativas que me he marcado en esta etapa de la vida.

Alfredo Asensi me preguntaba si regresaba para quedarme. Es algo que nunca se sabe. Quiero vivir aquí porque no me siento un paracaidista en esta ciudad. Ni vengo como puente hacia otra cosa. Estoy fascinado por esta etapa que me ha tocado vivir, y a decir verdad, a pesar de las arrugas, de la espalda dolorida y de mi nueva estampa de hombre con chaqueta, me siento un poco como ese adolescente que mira la vida por primera vez.

Hace años que quería escribir este artículo y ahora se me agolpan las palabras. Es verdad que construí un pequeño paraíso y que me va a costar acostumbrarme a salir a la calle volviendo a ser, si no un rostro conocido, alguien que te suena de haberlo visto en algún sitio. En la facultad, en la biblioteca, cuánto tiempo, Pablo, cuánto tiempo, dónde te metes que no hay quien te vea el pelo. Me pregunto si habrá momento para volver a jugar al fútbol, si mis rodillas y mi rol de padre me lo permitirán. Seré un asiduo de los parques infantiles, de columpios, de conversaciones con padres sobre colegios, guarderías y enfermedades contagiosas. Vuelvo, como decía a Marta Jiménez, como vuelven de nuevo las raíces al tiesto. No sé si más silvestre o más domesticado. Pero con una sonrisa que este cansancio de los primeros días no puede ocultar. Es un placer volver a Córdoba y a sus cuitas diarias. Es un placer volver, de nuevo, a casa.

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