Reloj de sol

Joaquín Pérez Azaústre

Sinuhé el egipcio

LUCÍA un hieratismo de rito y confusión. Supo comprender desde el principio que el suyo era un peaje indefinible, que el eco almibarado de cine en pan de oro era material para el desguace, y que Victor Mature, el bravucón, era una coraza sin latido, una fortaleza afeminada, un Sansón sin coraje o un Vincent Price sin talento. El talento de Purdom era la indeterminación, esa neutralidad en sus facciones que era un interrogante en los estucos, en su estuche de médico, en ese instrumental como la herencia de una vocación. Edmund Purdom fue Sinuhé el egipcio, y no fue nada más. Acaba de morir en su casa de Roma, a pesar de que no fue, como pudo haber sido, Marco el romano, el otro personaje de Mika Waltari para una geografía de iniciación en una antigüedad emocional convertida en mimbres de best-seller cuando el mundo era el arco de una flor, poco después de una primavera adolescente que vio la luz en París.

El mundo pudo cambiar, era otro mundo, en el resto fluvial de la gran guerra, en esos ojos ávidos de ser el sustrato del hígado del tiempo. Purdom supo imprimir en Sinuhé su propia condición de hombre perdido fuera de los límites del sol, y quizá por eso mismo se impuso en la elección a Marlon Brando, que era la determinación y era el carácter, y era mucho más César o Marco Antonio en esa robustez del torso pétreo que la presencia femenil de Purdom, que la delicadeza en Sinuhé del hombre que se ausenta de sí mismo porque él mismo no es nadie, sólo una pregunta repetida para no encontrar contestación: por qué, por qué, por qué, es la eterna pregunta en Sinuhé, justo meses antes de llamar a la puerta entornada de una perdición: Nefer, Nefer, Nefer, que fue inocencia rota en Sinuhé, la venta de la tumba de sus padres, el derecho sagrado a la inmortalidad. "Yo seré médico de los pobres", dice Sinuhé, para entender después que la vida es el fruto de la dominación. El áspid mercenario carcome a Sinuhé, le envenena la sangre de hombre entero y justo, y por eso el pobre médico sólo piensa en Nefer, la puta rica, para no reparar en la ternura exacta de Jean Simmons, camarera tebana, la chica que no busca su posible riqueza ni robarle la sed, sino dormir en él su sombra suave.

Así Sinuhé se marcha, herido para siempre, y se convierte en médico famoso. Regresa más de una década después, cuando su amigo, el plomado Mature, ya se ha convertido en faraón. Tebas se derrumba ardiendo enfebrecida. Él entonces descubre que aquella camarera tiene un hijo con los mismos años de su ausencia, y que quiere ser médico de pobres. No hay contestación, sino unos decorados cubiertos de ceniza.

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