‘Poné a Francella’

Allí donde Francella estuviera, allí estaría el público. Aunque la peli fuera malísima

La primera vez que vi a Guillermo Francella fue en el cine, con un flequillo pastoso tendido sobre la frente, unas gafas de vidrios toscos, un chaleco cubierto de mugre y de años. Era un borrachín desprendido en El secreto de sus ojos, un Diógenes amable y tierno. En España era el que no era Darín, porque a Darín lo conocíamos y lo queríamos desde hacía tiempo.

No lo volví a ver en años. Pensé que aquella era una actuación estelar de un hombre sin pasado, que Francella llovió del cielo para clavar su personaje y se volvió por donde vino. Luego vi El clan, y se me cayó la cara al suelo cuando supe que el padre inhumano que gobernaba a su familia con manos y ojos gélidos era también Francella. ¿Cómo va a ser Francella, el torpe y borrachín Francella? Entonces ya lo vi de otra manera. Desde entonces lo vi capaz de cualquier cosa, el mejor actor del mundo.

Ahora me lo encontré de nuevo, esta vez en una serie, El encargado, haciendo de un portero psicópata y maquiavélico y graciosísimo que convive con una venus atrapamoscas, el único ser vivo al que probablemente aprecia. Y otra vez caí. Qué bueno es Francella.

Me dio por investigar, y descubrí que Francella se pasó media vida haciendo comedias y series populares. A nosotros nada nos dicen Brigadacola, La familia Benvenuto, Casados con hijos, pero en Argentina no puede andar por la calle porque se lo comen vivo. Es el actor más taquillero de su país, y llegó a ser tan famoso que tuvo un programa de sketches llamado Poné a Francella, porque el título daba igual: la gente diría en su casa: “Poné a Francella”. Allí donde Francella estuviera, allí estaría el público. Aunque la peli fuera malísima, aunque el guión y la estética y el resto de actores fueran calamitosos, Francella hacía sus ruiditos y sus poses, miraba a cámara, y lo justificaba todo.

Francella es Argentina. Y Argentina es el sur, también el sur de España, de algún modo. En mi memoria o la memoria de nuestros padres hay un puñado de argentinos irrenunciables, de ayer y de hoy. Borges y Bioy (y Bustos Domecq, que eran los mismos), Cortázar y Sábato, Piglia, Ocampo, Enríquez, Pizarnik, Schweblin. Cabral y Cafrune, Discépolo, Páez, Calamaro. Los Roth, los Alterio. Di Stéfano, Maradona, Messi. Ginóbili, Del Potro. Szifron, Campanella. Sbaraglia, Darín. Nunca estuve en Argentina, y sin embargo siento que estuve allí, o que hay algo allí que es mío, no sé el qué. A veces el alma aprieta, y entonces Francella hace sus ruiditos, dice sus frases, te mira a los ojos. Y es como si la vida te pidiera una sola cosa: poné a Francella. Y eso lo resuelve todo.

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