Tiempos modernos

Bernardo Díaz Nosty

Grietas sociales

EL simulacro ideológico de un mundo feliz, que algunos llaman posmodernidad, se desmorona cuando las aristas de la crisis aparecen en los telediarios. Se acaba, de pronto, el "divertirse hasta morir". Volvemos a la Historia. El precio del petróleo sube un 40% en medio año y crujen y se agrietan las zonas menos visibles del gran público…

Las fuerzas del trabajo han perdido presencia mediática, como si el anunciado fin de la Historia hubiese resuelto las contradicciones de clase o si las clases sociales, embutidas en la turmix del consumo, hubieran alcanzado la paz social eterna. El mercado ordena su relación con las desigualdades a través de productos de gamas alta, media y baja, revelando que, más allá del derecho a la subsistencia, hay un catálogo comercial de los abismos sociales. El colorín ha devuelto al mundo el prestigio de ser rico, estrechamente relacionado con el creciente desprestigio de la pobreza…

Cuando se escucha la voz del silencio -emigrantes, trabajadores en paro, jóvenes hipotecados…-, se descubre esa realidad que no soporta el papel cuché y repele la cultura del entretenimiento. Sin necesidad de dramatizar, porque es una forma artificial de acentuar la incertidumbre, sí cabe decir que el desarme ideológico ha hecho más indefinida e indefensa a la clase social que antes llamábamos trabajadora.

Buena parte de la Europa contemporánea está descrita por la lucha de las clases trabajadoras contra la explotación y en pro de una vida digna y una jornada de trabajo soportable. Todo aquello que nos lleva a una evocación histórica cuyos postulados no superarían hoy la censura de lo políticamente correcto... Hace un siglo, la polarización expresaba la tensión entre dos modelos de organización social, no tanto una lucha por el control de los resortes de un mismo poder.

No hace falta mirar cada mañana a Italia para comprobar el extravío. El acuerdo de los ministros de Empleo de la UE, que admite, en ciertos casos, una semana laboral de 65 horas, lanza un dardo envenenado a más de un siglo de conquistas sociales. Las grandes patronales no se han despeinado en el empeño. Parece que no va con ellas. Son los gobiernos, sin sonrojo, los que promueven una medida de alcance limitado, pero de un significado enorme. El Ejecutivo del presidente Zapatero, la contracara de Berlusconi, acosado por una protesta patronal con apariencia de huelga obrera, ha mantenido la dignidad, lo mismo que en el debate sobre la emigración.

Negar el protagonismo social a quienes más sufren las consecuencias de la crisis es acentuar las contradicciones del falso mundo feliz o, simplemente, confundir ciertas políticas públicas con la publicidad de los grandes almacenes.

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