NADIE, en ningún momento de la Historia, ha sido del todo consciente de lo que estaba pasando. Leonardo da Vinci nunca le pudo comentar a alguno de sus amigos, mientras desenterraban el cadáver que iban a diseccionar en un sótano cochambroso: "Qué interesante es este Renacimiento que estamos haciendo". Y no creo que Bécquer le dijera a alguna de sus enamoradas, poco antes de morirse del resfriado que pilló por haber viajado en el techo de un tranvía: "¡Qué duro es ser un poeta romántico!". Los periodos históricos son un asunto de historiadores, que dividen la Historia en pedacitos como si fuera una rodaja de salchichón. Pero la gente vive su vida sin saber si le ha tocado sufrir en el Renacimiento o en el Neoclásico, o si las bombas que le caen encima provienen de la Primera Guerra Mundial o de la Segunda.

De todos modos, tengo la impresión de que hemos entrado en una época en la que el dinero ha dejado de ser real. Durante muchos siglos, más o menos desde los tiempos de los fenicios, las monedas servían para designar el valor de un bien o de un servicio: un pan, un esclavo, una vasija de aceite, una ofrenda en un templo. Había un vínculo real entre el objeto y el valor simbólico que le atribuía el dinero, aunque ese vínculo se fue haciendo más débil a medida que la economía se iba haciendo más compleja. Cuando empezó la economía especulativa, a mediados del siglo XIX, el vínculo entre el objeto y su valor se volvió casi invisible, pero había aún una relación -por remota que fuera- entre las vías del ferrocarril y el agente de bolsa que hacía ganar o perder dinero a una anciana señora que cultivaba hortensias gracias a las acciones que poseía en esos ferrocarriles.

Ahora, desde la globalización, ya nada de eso es así, al menos en Europa. ¿De qué vivimos? Nadie lo sabe. No tenemos materias primas, ni recursos energéticos, ni una gran industria (con excepciones que van menguando poco a poco), aunque sí tenemos montones de jubilados y de funcionarios y de burócratas. Incluso la capital política de Europa, Bruselas, es la capital de un país fantasmagórico que tiene la extraña costumbre de quedarse durante meses y meses sin gobierno. Es cierto que tenemos dinero en el bolsillo (siempre poco, ¡ay!), pero en realidad el dinero se mueve a tal velocidad que se ha convertido en una especie de energía subatómica equiparable a las partículas elementales. Y a pesar de todo esto, nuestros políticos pretenden hacernos creer que saben lo que pasa y que pueden tomar medidas para remediarlo, como si tuvieran un GPS que les guiara a través de la materia oscura en la que nos movemos. Yo creo que van a tientas, dando palos de ciego y fingiendo llevar conectado el GPS que dejó de funcionar hace mucho tiempo. Como todos nosotros.

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