Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Una estrategia hereditaria
En tránsito
Hace más o menos un siglo, el poeta Gerardo Diego, hoy casi olvidado, escribió unos versos saltarines -o creacionistas, como se decía entonces- que tituló Cautivos del bar: "Hurra/ cautivos del bar./ La vida es una torre/ que crece cada día sobre el nivel del mar". No son grandes versos, desde luego, pero me he acordado de ellos al ver los primeros bares que han abierto tras estos dos meses de cautiverio domiciliario. Estos días, cada vez que pasaba por delante del bar de abajo de casa y veía las persianas echadas y la terraza vacía, notaba ese dolor del miembro fantasma que según dicen asalta a quienes han perdido una parte del cuerpo. Suele ser un lugar común que somos un lamentable país de camareros y taberneros y empleados de hotel, pero yo prefiero -y que Dios me perdone- una ciudad llena de ruidosos bares antes que una ciudad sonámbula en la que sólo se ve a una criatura solitaria paseando el perrito.
Ya sé que los bares tienen mala fama y que hay quien los considera el colmo de la incultura y la vulgaridad, pero yo he visto trabajar a los camareros de aquí abajo en sus largas jornadas laborales -montando las mesas a primera hora y fregando el local después de medianoche- y he aprendido a admirar a estos hombres y mujeres que trabajan como bestias por un sueldo que imagino minúsculo. Y aun así, nunca los he visto quejarse, y eso que los he visto servir mesas mientras vigilaban a sus hijos en los meses de verano, o sonriendo sin parar después de jornadas agotadoras en medio del calor bíblico de agosto. Y aun así, repito, hay gente que desprecia a los empleados de hostelería y a los dueños de bares y los consideran poco menos que un hatajo de mafiosos y estafadores que hacen invivibles las ciudades y que envilecen todo lo que tocan.
El caso es que ayer, tras estos dos meses de encierro, vi a los camareros del bar de abajo -que me conocen y saben de mí mucho más de lo que yo sé de ellos- sirviendo de nuevo las pocas mesas de la terraza con sus viseras y sus mascarillas puestas, como si de pronto los bares se hubieran convertido en una mezcla de ambulatorio y sala dedicada a las performances artísticas. "Hurra/ cautivos del bar./ La vida es una torre/ que crece cada día sobre el nivel del mar", les grité, o les supliqué, como en una especie de oración que era también una acción de gracias. De nuevo podemos sentirnos como en casa.
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