La tribuna

Salvador Gutiérrez Solís

Animales de compañía

DURANTE dieciséis años conviví con una perra -y no busquen un doble sentido a mis palabras-. En realidad se llamaba Genoveva, pero en mi familia, por simplificar, la llamábamos Veva. Nos la regaló un hermano de mi padre, cuando aún no había cumplido los dos meses. En muy poco tiempo Veva se convirtió en la estrella de mi casa. En una familia de seis, con cuatro hermanos entre cinco y quince años, nos sorteábamos las atenciones del animal que, orgulloso, desfilaba por entre las habitaciones entregando sus momentos y compañía según mejor le convenía. Era Veva una perra de escasa altura, apenas se alzaba una cuarta del suelo, muy larga, propietaria de un pelo tan corto como tosco. Es decir, Veva respetaba fielmente las características de su raza: teckel de pelo corto. Pero, a pesar de su tamaño, Veva tenía una gran personalidad, que modulaba según el que a su lado se encontrara. Con mi madre, la perra exhibía un cariño sosegado y respetuoso; a mi padre le guardaba una más que respetable y obediente distancia; con mi hermana desplegaba toda su simpatía, no ocultaba su preferencia, actuando casi del mismo modo con mi hermano Pedro, que no tardó en convertirse en una especie de modisto para el animal. Veva ignoraba sin rencor a mi hermano Manuel Ángel, y a mí, y a todos mis amigos, por extensión y afinidad, simplemente me odiaba. En mis manos aún conservo el recuerdo de sus colmillos pequeños y afilados, y en mi memoria no conservo imágenes de juegos o caricias de la perra. Es cierto que a Veva le tocó en suerte protagonizar algunos de mis juegos más "malvados", todo lo malvado que se puede ser con cinco años, pero su animadversión hacia mí hoy la entiendo como la rivalidad contra el pequeño de la casa, el mimado, el competidor en afectos.

Durante años, Veva fue un animal hermoso, físicamente agraciado, y es curioso que su belleza fue coincidente con el tiempo en el que fuimos una familia unida. Mis hermanos mayores comenzaron a trabajar fuera, mi madre murió y mi padre enfermó, circunstancias que parecían incidir directamente en la salud del animal, cada vez más aquejado de todo tipo de males y dolencias: infección en el riñón, parálisis de las piernas, ceguera. Quedábamos en casa sólo mi padre y yo, cuando me vi en le obligación de llevar a Veva a una clínica veterinaria para que pusieran fin a su dolorosa y cruel agonía. Contaba con casi diecisiete años, que tratándose de un perro es una edad más que anciana, una abuelita en toda regla, y eso que jamás tuvo descendencia. Escapando de su débil y atropellada resistencia, introduje a Veva en una caja y la llevé hasta la clínica, muy cerca de mi casa, en la calle Zarco. Cuando al fin el veterinario me atendió, yo pasé con la perra al interior de la consulta, donde deposité al animal sobre una camilla. En ese instante, después de tres lustros de distancias y recelos, Veva no se revolvió, no me atacó cuando pasé mi mano sobre su lomo canoso. La dejé allí, tiritando, quejosa, tal vez intuyendo su próximo futuro a través de su ceguera.

No he vuelto a tener un perro, un gato, cualquier animal de compañía a mi lado. Y no sólo porque siga recordando a Veva en sus instantes finales, que también. He asumido en mi vida otras responsabilidades que entiendo muy superiores, con mi pareja, con mis hijos, con mi profesión, con mi vocación, con mi tiempo, incluso, y considero que no le dedicaría el espacio y la atención que se merecen cualquier animal. Una circunstancia que siempre se ha de tener en cuenta a la hora de incorporar un animal a tu vida; ¿somos capaces de ofrecerles todo lo que necesitan? Por eso les profeso una especial admiración a todos aquellos que conviven de una forma coherente y naturalizada, atendiendo todas sus necesidades, con un perro, gato y similar. Es muy habitual en nuestros tiempos, cada día lo contemplo más, ese ejercicio peterpanesco de incorporar un animal de compañía a tu vida, como argumento con el que adquirir responsabilidades y compromisos afectivos y sociales. Me asombra, muy especialmente, el que haya tendencias, modas, dentro de los animales de compañía, una especie de ejercicio de pijerío, con escandalosa guerra de precios que en determinados casos se abraza al esperpento. Porque en muchos casos buscamos en el animal cualidades de un objeto y nos olvidamos de su esencia. Con frecuencia acudimos a los animales por cariño, soledad, afecto o por lo que se quiera, muy diferentes los motivos y todos válidos, siempre que los tratemos como se merecen.

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